Petrificado
Ayer hojeaba un diario de provincias –de Madrid, creo- y en un artículo que leí en diagonal di con la palabra: PETRIFICADO. Bueno, es una palabra bien vulgar, diría que casi petrificada por el uso, pero esta vez me llamó vivamente la atención, ignoro por qué. Petrificado, petrificado, dije mentalmente. Y luego repetí la palabra a media voz, lo que me llevó a recordar, por cierto, que un personaje del Ulises aseguraba que “repetir prudente y prismas cuarenta veces todas las mañanas, cura para labios gordos”.
¿Cuántas veces en mi vida habré quedado yo petrificado?, pensé después. Me acordé sin esfuerzo de dos situaciones. En la primera yo era un estudiante que viajaba adormilado en el tren que me llevaba a la Facultad. En una de las estaciones, ya fuera de Barcelona, subió una señora extraordinariamente parecida a mi madre que fue a sentarse delante de mí. En realidad, si no hubiera sido por sus ropas, en nada parecidas a las que solía usar mamá, y a la indiscutible certeza de que hacía media hora me había despedido de ella en casa y que por tanto era imposible físicamente que apareciera ahora en esa estación y con ese llamativo abrigo fucsia, hubiera pensado que esa mujer no se parecía a mamá, sino que realmente era mamá. Y, además, claro está, la señora me ignoró por completo, algo que no habría hecho mi madre. Sin embargo, estuve tentado de preguntarle:
-¿Mamá?
Solo me lo impidió la angustiosa sensación de sentirme petrificado. No tan petrificado, sin embargo, como me sentí un día en que aguardaba en una pequeña sala vacía de un enorme hospital a que me llamaran para hacerme unas pruebas analíticas. Yo era apenas un niño. Me había acompañado hacia allí un camillero, que me mostró una silla y me dijo:
-Siéntate. Ahora mismito vengo.
Le obedecí, desapareció y apenas un minuto después se abrió otra puerta y apareció otro sanitario empujando una camilla en la que descansaba… un cadáver. De que se trataba un cadáver no tuve dudas, nadie amortaja con una sábana a un paciente, por muy enfermo que esté. El nuevo camillero me miró con cierto apuro y dijo:
-Uops. Espera un momento. No te preocupes. Ahora vengo.
Dejó allí su cadáver y desapareció por la misma puerta por la que había desaparecido mi camillero que, casi al instante, reapareció. Miró el cadáver, me miró a mí y dijo:
-Vaya. Qué cosas. En fin, ven conmigo.
Me costó moverme, petrificado como me encontraba.
¿Cuántas veces en mi vida habré quedado yo petrificado?, pensé después. Me acordé sin esfuerzo de dos situaciones. En la primera yo era un estudiante que viajaba adormilado en el tren que me llevaba a la Facultad. En una de las estaciones, ya fuera de Barcelona, subió una señora extraordinariamente parecida a mi madre que fue a sentarse delante de mí. En realidad, si no hubiera sido por sus ropas, en nada parecidas a las que solía usar mamá, y a la indiscutible certeza de que hacía media hora me había despedido de ella en casa y que por tanto era imposible físicamente que apareciera ahora en esa estación y con ese llamativo abrigo fucsia, hubiera pensado que esa mujer no se parecía a mamá, sino que realmente era mamá. Y, además, claro está, la señora me ignoró por completo, algo que no habría hecho mi madre. Sin embargo, estuve tentado de preguntarle:
-¿Mamá?
Solo me lo impidió la angustiosa sensación de sentirme petrificado. No tan petrificado, sin embargo, como me sentí un día en que aguardaba en una pequeña sala vacía de un enorme hospital a que me llamaran para hacerme unas pruebas analíticas. Yo era apenas un niño. Me había acompañado hacia allí un camillero, que me mostró una silla y me dijo:
-Siéntate. Ahora mismito vengo.
Le obedecí, desapareció y apenas un minuto después se abrió otra puerta y apareció otro sanitario empujando una camilla en la que descansaba… un cadáver. De que se trataba un cadáver no tuve dudas, nadie amortaja con una sábana a un paciente, por muy enfermo que esté. El nuevo camillero me miró con cierto apuro y dijo:
-Uops. Espera un momento. No te preocupes. Ahora vengo.
Dejó allí su cadáver y desapareció por la misma puerta por la que había desaparecido mi camillero que, casi al instante, reapareció. Miró el cadáver, me miró a mí y dijo:
-Vaya. Qué cosas. En fin, ven conmigo.
Me costó moverme, petrificado como me encontraba.
2 Comments:
Extraordinario su texto, Sr. Paraguas. Usted tuvo suerte de que su primer cadáver le saliese al paso tan temprano. Ciertos traumas hay que vivirlos cuanto antes mejor, para saber con toda la antelación posible cuáles son los riesgos a los que te enfrentas si andas vivo por ahí. Si el momento en que te sale al paso la muerte ajena se retrasa, acabas sospechando que la muerte es algo que lees, y que los muertos son algo que sale en la televisión. Enfrentarlos de verdad, como usted en el hospital, no te deja tanto petrificado, que también, como te proporciona cierta dureza de carácter imprescindible para los días de diario. Qué más quisiera yo que hallarme a edad temprana con un cuerpo inerte, aun cubierto con una sábana. En cambio, tuve que esperar hasta los quince años. Digamos que descubrí la masturbación mucho antes que la muerte. Ni siquiera fue un muerto auténtico, ajeno, lo que me salió al pasó. Había muerto mi bisabuela, y justo entré en la habitación cuando mi abuela la estaba afeitando con la maquinilla de mi abuelo. Ahora, con perspectiva, juzgo que aquello fue un gesto traidor y atroz, porque si la bisabuela no se había afeitado en vida, cuando podía decidir sobre su bigote y otros pelos, por algo sería. Pero en directo, en tiempo real, en lo mejor de mi adolescencia, la maquinilla ronroneando sobre la cara muerta de mi bisabuela me dejó petrificado. Esto ha sido una digresión, me temo. Y me ha dejado exhausto. Disculpe, pero tengo que dejarlo aquí.
Mi primer cadáver: diez años, excursión escolar a los pinares de Oromana, yo y un par de amigos andábamos zascandileando por ahí cuando de repente nos topamos, literalmente, con un ahorcado. El cuello parecía el mango de un paraguas y de la nariz salía una mosca. Mis amigos salieron corriendo, pero yo me quedé, sí, petrificado, sin poder apartar la mirada de las zapatillas de lona azul que llevaba el muerto. Y todavía, bendita inocencia, no sabía yo lo que era la masturbación.
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