Terrores personales
De muy pequeño me caí por unas escaleras y, además de un buen coscorrón, el accidente me provocó pesadillas recurrentes en las que caigo en una sima sin fondo y que incluso ahora, de vez en cuando, me despiertan entre terrores nocturnos.
Otro día, ya de adolescente, cansado de leer vete a saber qué librucho escolar, se fue la luz en casa justamente en el momento en que yo me frotaba los ojos con fruición; coincidieron cruelmente las dos acciones, así que cuando abrí los ojos no vi nada. Fueron unos segundos, quizá sólo unas décimas de segundo, pero recuerdo haber pensado con terror “me he quedado ciego”... antes de oír a mi madre maldecir con irrepetibles palabras -hay cosas que no cambian con los años- a la fraudulenta compañía eléctrica Endesa y su tercermundista servicio y preguntarse a gritos cómo era posible que la luz se fuera tres veces al día.
La caída por las escaleras y mi falsa ceguera son dos de los miedos que, reflexionando unos minutos, he podido rescatar sin esfuerzo de los recuerdos de mi vida. No me considero una persona especialmente valiente, pero tampoco puedo recordar ahora mismo muchas más situaciones de miedo comparables a las que sentí en esas dos ocasiones citadas. Y ninguna, desde luego, comparable a la que viví anoche, la que necesito contarles ahora y la que justifica mi laboriosa reflexión sobre los terrores de mi vida.
Todo empezó de la manera más convencional: Fratello, mi hijo menor, consiguió perder en una sola tarde, y de la manera más absoluta, cinco de los seis chupetes de los que dispone. Por mucho que buscamos la Nueva y yo, con la escasa colaboración de Umbrello, fue imposible hallar ninguno de los cinco chupetes perdidos y la Nueva, ante la terrible posibilidad de que Fratello hiciera desaparecer el último, me mandó al parking, recordándome que en el coche guardamos dos o tres chupetes para nuestros más que contados viajes.
Dicho y hecho: bajé al parking, abrí el coche, rebusqué en la guantera, entre las sillitas de los niños y bajo los asientos y, satisfecho, conseguí reunir hasta cuatro chupetes que nos garantizaban a la Nueva y a mí sobrevivir a la noche incipiente. Cerré la puerta del coche con un feliz portazo y fue entonces cuando vi, a unos veinte metros, entre dos columnas y en la semioscuridad, un individuo que parecía observarme en silencio y que portaba en sus manos, y sé que no me creerán, una gigantesca motosierra.
Mi primer pensamiento fue el de correr hacia la salida, a riesgo de parecer ridículo, pues el individuo en cuestión podría tratarse no de un sangriento asesino, sino, por ejemplo, de un obediente marido cuya esposa había mandado al parking en busca de la motosierra que quizá debía devolver a un imaginario cuñado, de profesión leñador, tras haberse pasado el fin semana cortando ramas del cerezo de la finca que, de nuevo quizá, posee el matrimonio en Sant Vicenç dels Horts, del mismo modo que la Nueva me había mandado a mí en busca de chupetes para el pequeño Fratello. En cualquier caso, ese pensamiento quedó inmediatamente descartado, pues para acercarme a la salida debía correr precisamente en dirección al desconocido, que seguía vigilándome en silencio.
Pensé luego: me encierro en el coche y si se me acerca gritaré presa del pánico como he visto hacer en numerosas películas, pero además seré lo suficientemente listo como para poner en marcha el coche y le atropellaré con saña y le estamparé contra una columna. Sin embargo, pensé también de nuevo: ¿Y cómo sabré que realmente se trata de un despiadado asesino? ¿Y si se trata del obediente marido que tiene un cuñado leñador? ¿O es simplemente un vecino homosexual que ha quedado prendado hasta quedarse mudo e inmóvil de mi singular belleza y mis gráciles andares y que casualmente guarda en su coche una motosierra que precisamente ha venido a recoger esta noche para cortar en pedazos el hueso de un jamón? ¿Debo esperar quizá a que ponga en marcha la motosierra? ¿Tendré tiempo, si lo hace, de poner en marcha mi automóvil, conocido familiarmente como El Halcón Milenario y no por su semblanza con esa hermosa ave de rapiña y sí por su avanzada edad, lo que explica la senilidad de su motor y de su sistema eléctrico? ¿Me destripará el asesino con su motosierra antes de que El Halcón Milenario consiga emitir sus primeras toses?
Ante tantas dudas, descarté también la posibilidad de encerrarme en el coche. ¿Qué hacer, pensaba yo cada vez más aterrado, vigilando de rabillo al monstruoso asesino, vecino homosexual, marido obediente o lo que fuera que, por otro lado, permanecía inmóvil en la semiocuridad?
Y fue entonces cuando me acordé de las enseñanzas que recibí de niño. Me acordé de la lectura de los clásicos, concretamente la lectura de las historias de Astérix y Obélix: Audaces fortuna iuvat, pensé. La suerte sonríe a los audaces, me traduje innecesariamente. Voy a ser audaz, me dije. Haré lo que ninguna víctima haría en mi caso: andaré confiado hacia la salida, es decir, andaré hacia mi hipotético asesino. Y si ese hijo de puta pone en marcha la motosierra, le tiraré a la cara mis únicas armas, las llaves del coche y los cuatro chupetes, lo que sin duda le desconcertará unos instantes, el tiempo suficiente para alcanzar la puerta del ascensor.
Caminé hacia él, palpando en mi bolsillo derecho los chupetes de Fratello. Antes de llegar a su altura, sin embargo, me di cuenta de que en todo ese rato el hombre no me había estado observándome a mí, sino que parecía buscar algo en el suelo del parking.
-Se me han caído las llaves, no llevo las gafas y con esta oscuridad no veo nada -me dijo, sonriendo.
-¡Ah! -dije yo.
Decidí ayudarle y no tardé más que unos segundos en divisar las llaves perdidas, semiescondidas bajo un viejo Talbot.
-Aquí las tiene -dije.
-¡Oh! ¡Muchísimas gracias! -dijo él, poniendo inmediatamente en marcha su motosierra con las llaves que yo acaba de entregarle y supongo que contemplando mi aterrorizada estampida, no sé si con los ojos de un asesino en serie al que se le escapa la primera víctima de la noche, con los de un vecino homosexual que comprueba si funciona la motosierra con la que desea cortar los huesos de un jamón antes de insinuarse a un hipotético ligue, o los de un obediente marido que ha decidido despanzurrar a la esposa que le ha mandado al parking a buscar la motosierra de su cuñado, la misma con la que le ha obligado a trabajar todo el fin de semana cortando ramas en la finca de Sant Vicenç dels Horts, la misma motosierra que, intuye el marido obediente, su esposa le ordenará que vaya a devolver esa misma noche a su cuñado mientras ella se repantiga en el sofa viendo en la tele la última gilipollez de Belén Esteban.
Otro día, ya de adolescente, cansado de leer vete a saber qué librucho escolar, se fue la luz en casa justamente en el momento en que yo me frotaba los ojos con fruición; coincidieron cruelmente las dos acciones, así que cuando abrí los ojos no vi nada. Fueron unos segundos, quizá sólo unas décimas de segundo, pero recuerdo haber pensado con terror “me he quedado ciego”... antes de oír a mi madre maldecir con irrepetibles palabras -hay cosas que no cambian con los años- a la fraudulenta compañía eléctrica Endesa y su tercermundista servicio y preguntarse a gritos cómo era posible que la luz se fuera tres veces al día.
La caída por las escaleras y mi falsa ceguera son dos de los miedos que, reflexionando unos minutos, he podido rescatar sin esfuerzo de los recuerdos de mi vida. No me considero una persona especialmente valiente, pero tampoco puedo recordar ahora mismo muchas más situaciones de miedo comparables a las que sentí en esas dos ocasiones citadas. Y ninguna, desde luego, comparable a la que viví anoche, la que necesito contarles ahora y la que justifica mi laboriosa reflexión sobre los terrores de mi vida.
Todo empezó de la manera más convencional: Fratello, mi hijo menor, consiguió perder en una sola tarde, y de la manera más absoluta, cinco de los seis chupetes de los que dispone. Por mucho que buscamos la Nueva y yo, con la escasa colaboración de Umbrello, fue imposible hallar ninguno de los cinco chupetes perdidos y la Nueva, ante la terrible posibilidad de que Fratello hiciera desaparecer el último, me mandó al parking, recordándome que en el coche guardamos dos o tres chupetes para nuestros más que contados viajes.
Dicho y hecho: bajé al parking, abrí el coche, rebusqué en la guantera, entre las sillitas de los niños y bajo los asientos y, satisfecho, conseguí reunir hasta cuatro chupetes que nos garantizaban a la Nueva y a mí sobrevivir a la noche incipiente. Cerré la puerta del coche con un feliz portazo y fue entonces cuando vi, a unos veinte metros, entre dos columnas y en la semioscuridad, un individuo que parecía observarme en silencio y que portaba en sus manos, y sé que no me creerán, una gigantesca motosierra.
Mi primer pensamiento fue el de correr hacia la salida, a riesgo de parecer ridículo, pues el individuo en cuestión podría tratarse no de un sangriento asesino, sino, por ejemplo, de un obediente marido cuya esposa había mandado al parking en busca de la motosierra que quizá debía devolver a un imaginario cuñado, de profesión leñador, tras haberse pasado el fin semana cortando ramas del cerezo de la finca que, de nuevo quizá, posee el matrimonio en Sant Vicenç dels Horts, del mismo modo que la Nueva me había mandado a mí en busca de chupetes para el pequeño Fratello. En cualquier caso, ese pensamiento quedó inmediatamente descartado, pues para acercarme a la salida debía correr precisamente en dirección al desconocido, que seguía vigilándome en silencio.
Pensé luego: me encierro en el coche y si se me acerca gritaré presa del pánico como he visto hacer en numerosas películas, pero además seré lo suficientemente listo como para poner en marcha el coche y le atropellaré con saña y le estamparé contra una columna. Sin embargo, pensé también de nuevo: ¿Y cómo sabré que realmente se trata de un despiadado asesino? ¿Y si se trata del obediente marido que tiene un cuñado leñador? ¿O es simplemente un vecino homosexual que ha quedado prendado hasta quedarse mudo e inmóvil de mi singular belleza y mis gráciles andares y que casualmente guarda en su coche una motosierra que precisamente ha venido a recoger esta noche para cortar en pedazos el hueso de un jamón? ¿Debo esperar quizá a que ponga en marcha la motosierra? ¿Tendré tiempo, si lo hace, de poner en marcha mi automóvil, conocido familiarmente como El Halcón Milenario y no por su semblanza con esa hermosa ave de rapiña y sí por su avanzada edad, lo que explica la senilidad de su motor y de su sistema eléctrico? ¿Me destripará el asesino con su motosierra antes de que El Halcón Milenario consiga emitir sus primeras toses?
Ante tantas dudas, descarté también la posibilidad de encerrarme en el coche. ¿Qué hacer, pensaba yo cada vez más aterrado, vigilando de rabillo al monstruoso asesino, vecino homosexual, marido obediente o lo que fuera que, por otro lado, permanecía inmóvil en la semiocuridad?
Y fue entonces cuando me acordé de las enseñanzas que recibí de niño. Me acordé de la lectura de los clásicos, concretamente la lectura de las historias de Astérix y Obélix: Audaces fortuna iuvat, pensé. La suerte sonríe a los audaces, me traduje innecesariamente. Voy a ser audaz, me dije. Haré lo que ninguna víctima haría en mi caso: andaré confiado hacia la salida, es decir, andaré hacia mi hipotético asesino. Y si ese hijo de puta pone en marcha la motosierra, le tiraré a la cara mis únicas armas, las llaves del coche y los cuatro chupetes, lo que sin duda le desconcertará unos instantes, el tiempo suficiente para alcanzar la puerta del ascensor.
Caminé hacia él, palpando en mi bolsillo derecho los chupetes de Fratello. Antes de llegar a su altura, sin embargo, me di cuenta de que en todo ese rato el hombre no me había estado observándome a mí, sino que parecía buscar algo en el suelo del parking.
-Se me han caído las llaves, no llevo las gafas y con esta oscuridad no veo nada -me dijo, sonriendo.
-¡Ah! -dije yo.
Decidí ayudarle y no tardé más que unos segundos en divisar las llaves perdidas, semiescondidas bajo un viejo Talbot.
-Aquí las tiene -dije.
-¡Oh! ¡Muchísimas gracias! -dijo él, poniendo inmediatamente en marcha su motosierra con las llaves que yo acaba de entregarle y supongo que contemplando mi aterrorizada estampida, no sé si con los ojos de un asesino en serie al que se le escapa la primera víctima de la noche, con los de un vecino homosexual que comprueba si funciona la motosierra con la que desea cortar los huesos de un jamón antes de insinuarse a un hipotético ligue, o los de un obediente marido que ha decidido despanzurrar a la esposa que le ha mandado al parking a buscar la motosierra de su cuñado, la misma con la que le ha obligado a trabajar todo el fin de semana cortando ramas en la finca de Sant Vicenç dels Horts, la misma motosierra que, intuye el marido obediente, su esposa le ordenará que vaya a devolver esa misma noche a su cuñado mientras ella se repantiga en el sofa viendo en la tele la última gilipollez de Belén Esteban.
2 Comments:
No puedo borrar de mi mente la imagen de las llaves y los cuatro chupetes volando hacia la cara del asesino... Espero poder conciliar el sueño esta noche.
Hay que ver qué cosas te pasan.
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