Carla y los hechiceros
Por terceras personas supe que Carla había vuelto a Barcelona tras pasar varios años en no sé qué miserable punto de Africa desarrollando su absurda vocación misionera. De forma más absurda aún tomé el teléfono para invitarla a cenar y, para mi sorpresa, Carla aceptó. Esa noche, mientras me dirigía al restaurante, me imaginé de repente a una Carla envejecida y decrépita, sin duda víctima de las privaciones que habría sufrido en Africa durante esos años, y tuve la tentación de dar la vuelta y meterme en cualquier cine y ver alguna película sobre hombres que han perdido la memoria. Pero la curiosidad venció a mis miedos y seguí adelante, y pocos minutos después me encontré con una Carla a la que no habían afectado para nada las supuestas miserias africanas.
Pronto, sin embargo, me arrepentí de no haber huido al cine más cercano. Tras los cariñosos saludos iniciales y los clásicos “Hola cómo te va” y “cuánto tiempo”, y tras encargar la cena y mientras saboreábamos un vino que pedí seguramente de forma equivocada, Carla empezó a hablar de Africa, de su trabajo, de su vocación misionera, de las maravillosas gentes que había conocido durante esos años y tal y cual. Pensarán que soy un cretino sin valores ni sentimientos y no digo que no tengan razón, pero en pocos minutos me invadió un aburrimiento cósmico y mientras Carla hablaba y hablaba y el camarero servía los platos y llenaba nuestras copas, en mi mente se sucedían imágenes bastante inconexas de mi puzzle acerca de la Carla del pasado, algunas de cuyas piezas no me había acordado hasta ese momento.
Tras el café, Carla propuso que fuéramos a su casa. Creí que mi aburrimiento había sido tan evidente que la mujer se había compadecido de mí y pensaba premiarme con lo que yo había estado buscando desde que la llamé tan absurdamente, qué caray, ya saben. Así que tomamos un taxi y en su casa me sirvió un whisky y dijo ponte cómodo, señalándome el sofá, ahora vuelvo y desapareció tras la puerta de su habitación y la imaginé volviendo a los pocos minutos luciendo un conjunto la mar de sexy. Y volvió a los pocos minutos, sí, pero vestida tal como se fue, portando en sus brazos una enorme y pesada lanza guerrera que procedía, según ella, de la tribu de los hangassi, o algo así, una lanza guerrera que ella insistió que calibrara con mis propias manos, con lo que me sentí cósmicamente ridículo, tan cósmicamente como lo había sido mi aburrimiento en el restaurante. Y tras mostrarme la lanza y otros objetos africanos tales como fetiches y tambores y avalorios y todo tipo de cachivaches, de un armario apareció una enorme caja de diapositivas. Y mientras me veía obligado a contemplar y comentar a oscuras centenares de imágenes de Carla con los hechiceros de la tribu, a Carla con otros misioneros y misioneras, a Carla con hambrientos niños, a Carla sola y a hechiceros solos, yo sólo podía pensar en qué podía esperar de una mujer que en la era de la fotografía digital aún usaba diapositivas.
Pronto, sin embargo, me arrepentí de no haber huido al cine más cercano. Tras los cariñosos saludos iniciales y los clásicos “Hola cómo te va” y “cuánto tiempo”, y tras encargar la cena y mientras saboreábamos un vino que pedí seguramente de forma equivocada, Carla empezó a hablar de Africa, de su trabajo, de su vocación misionera, de las maravillosas gentes que había conocido durante esos años y tal y cual. Pensarán que soy un cretino sin valores ni sentimientos y no digo que no tengan razón, pero en pocos minutos me invadió un aburrimiento cósmico y mientras Carla hablaba y hablaba y el camarero servía los platos y llenaba nuestras copas, en mi mente se sucedían imágenes bastante inconexas de mi puzzle acerca de la Carla del pasado, algunas de cuyas piezas no me había acordado hasta ese momento.
Tras el café, Carla propuso que fuéramos a su casa. Creí que mi aburrimiento había sido tan evidente que la mujer se había compadecido de mí y pensaba premiarme con lo que yo había estado buscando desde que la llamé tan absurdamente, qué caray, ya saben. Así que tomamos un taxi y en su casa me sirvió un whisky y dijo ponte cómodo, señalándome el sofá, ahora vuelvo y desapareció tras la puerta de su habitación y la imaginé volviendo a los pocos minutos luciendo un conjunto la mar de sexy. Y volvió a los pocos minutos, sí, pero vestida tal como se fue, portando en sus brazos una enorme y pesada lanza guerrera que procedía, según ella, de la tribu de los hangassi, o algo así, una lanza guerrera que ella insistió que calibrara con mis propias manos, con lo que me sentí cósmicamente ridículo, tan cósmicamente como lo había sido mi aburrimiento en el restaurante. Y tras mostrarme la lanza y otros objetos africanos tales como fetiches y tambores y avalorios y todo tipo de cachivaches, de un armario apareció una enorme caja de diapositivas. Y mientras me veía obligado a contemplar y comentar a oscuras centenares de imágenes de Carla con los hechiceros de la tribu, a Carla con otros misioneros y misioneras, a Carla con hambrientos niños, a Carla sola y a hechiceros solos, yo sólo podía pensar en qué podía esperar de una mujer que en la era de la fotografía digital aún usaba diapositivas.
3 Comments:
Jo no el veig gens divertit!
Ah, vale
¡¡¡¿¿¿Qué hace usando diapositivas???!!! Si es que...
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