El yokihara
La película iba de chinos, pero no entendí mucho más. Había un chino joven, el protagonista, que viajaba por todo el país buscando algo que nunca quedaba muy explicado, pero que podría definir como el conocimiento, algo que me pareció una gilipollez como cualquier otra, como la fuerza de la guerra de las galaxias. El chino joven visitaba a varios venerables ancianos, o quizá siempre eran el mismo, en realidad eran muy parecidos todos, con sus disfraces de chinos ancianos y sabios, con barbas de chivos y sombreros multicolores y siempre con palillos en las manos, como si en todo momento estuvieran dispuestos a sentarse a la mesa. Tuve la impresión de que el director de la película dudaba de su propia pericia como cineasta y, temiendo que los espectadores no acabaran de entender que la cosa iba de chinos, obligaba a todos los actores a destacar hasta la náusea su chinicidad.
Los venerables ancianos atendían al joven con una actitud reservada y distante, pero no dudaban en darle buenos consejos: “El buen pescador sabe pescar tiburones con la caña más pequeña”, “Anda con pasos cortos si quieres llegar lejos”, “Muestra a tu rival tus manos desarmadas y atacale con tus pies”. El chino joven, que a veces se llamaba Shi En y a veces Shinoku, y que al final le llamaban Shinoku Han -pero creo que siempre era el mismo- sufría paulatinamente una transformación en su comportamiento, convirtiéndose lentamente en un memo atontado, lo que me hizo sospechar que el director confundía el conocimiento con el autismo.
Luego, tras recibir innumerables lecciones de innumerables chinos ancianos, el chino joven viajaba a Tokio y en ese momento tuve la duda: ¿Era un chino que viajaba a Japón? ¿O siempre habían sido japoneses, él y todos los venerables ancianos chinos, y yo estaba confundido? El guión no lo dejaba claro. En Tokio, el protagonista recibía lecciones de boxeo chino por parte de un maestro con pinta de tontaina, que sin embargo mostraba una agilidad pasmosa a la hora de esquivar los golpes del chino joven, al que propinaba sin piedad una continua sarta de mandobles. Pero poco a poco las lecciones surtían efecto y el chino joven se convertía en un consumado karateca, tras lo cual el maestro se despedía de él en un bonito jardín chino y le decía algo así: “Que encuentres el yokihara, Shi En”. El joven chino puso cara de no saber de qué le hablaba exactamente el maestro, pero disimuló y le dijo: “Claro, claro. Hala, adiós”.
Luego el chino joven pedía una habitación en un hotel y, en ella, abría una maleta -que, curiosamente, hasta ese momento jamás había transportado- y sacaba de ella una de esas espadas chinas o japonesas cuyo nombre no recuerdo ahora, me sale el nombre de yakuza, pero no es yakuza, eso es la mafia japonesa, esa que siempre sale en las películas americanas y cuyos miembros siempre están sentados incómodamente tomando el te en una larga mesa, pocos minutos antes de ser asesinados por un rival despechado. Bueno, pues el chino joven tomaba la reluciente yakuza o como se llame y se la ponía a la altura de los ojos y la observaba con aspecto de pasmarote iluminado y yo ya temía que encendiera velas por toda la habitación y tomara el te sagrado o el arroz ritual o cualquier otra sandez, pero se limitaba a observar su yakuza en silencio.
Luego veíamos al chino joven andando por las calles de Tokio, magníficamente ambientadas para propocionar un ambiente chino, la mar de chinos transitando atareados arriba y abajo por calle, y en primer plano un frutero chino ordenando ante su tienda las cajas de frutas, especialmente mandarinas y naranjas de la China, inteligentemente dispuestas, supuse, para ser derribadas espectacularmente en cuanto empezaran las hostias, o las ostias, que nunca he sabido si llevan hache.
De repente, ocho chinos muy bien trajeados rodeaban al chino joven, que sacaba su yakuza -que no llevaba hasta ese momento-. Absurdamente, los ocho chinos malos se turnaban para atacar al chino bueno, en lugar de lanzarse todos juntos al mismo tiempo y dejarle hecho unos zorros. Así que, gracias a las lecciones recibidas por los venerables chinos ancianos, el chino joven se deshacía por orden de los estúpidos chinos malos, uno de los cuales, aquí sonreí, caía en cámara lenta sobre las cajas de frutas ante las protestas del frutero, que veía como sus frutas tan amorosamente ordenadas empezaban a rodar por las populosas calles de Tokio. Al acabar con el octavo chino trajeado, el chino joven recogía su katana, ahora he recordado que se llama katana y no yakuza, y se la guardaba no sé sabe dónde y continuaba su paseo en busca de su yokihara.
Le veíamos llegar a una oscura tienda llena de avalorios y chucherías y cachivaches y mirra e incienso y yo pensé “Ahora se va a comprar un Gremlin”, pero no, no salió ningún Gremlin pero sí el viejo vendedor chino de “Gremlins” -que era igual que los venerables maestros, posiblemente era el mismo actor-, con el que mantuvo una discusión que intuí muy trascendental pero de la que no entendí nada y al final el chino sacó de un armario una especie de enorme tazón chino que entregó al joven chino, y yo pensé “menudo rampoina, si algún día me regalan algo así no sabría dónde meterlo”, y el viejo vendedor chino dijo: “Usa el yokihara para hacer el bien” y el joven chino dijo “Así se hará” y se despidieron con un abrazo respetuoso y una reverencia aún más respetuosa y al salir a la calle el joven chino tropezó tontamente y el yokihara se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos y el joven chino sacó su katana y se hizo un sukahara ventral o como se llame y salió “The End” en la pantalla y me fui del cine y cené en un chino y pedí una familia feliz o como se llame y una sopa de aleta de tiburón que me supo a suelas de zapatos puestas en remojo en meados calientes y acepté una copita de licor chino y esa noche vomité y soñé con Hiroshima.
Los venerables ancianos atendían al joven con una actitud reservada y distante, pero no dudaban en darle buenos consejos: “El buen pescador sabe pescar tiburones con la caña más pequeña”, “Anda con pasos cortos si quieres llegar lejos”, “Muestra a tu rival tus manos desarmadas y atacale con tus pies”. El chino joven, que a veces se llamaba Shi En y a veces Shinoku, y que al final le llamaban Shinoku Han -pero creo que siempre era el mismo- sufría paulatinamente una transformación en su comportamiento, convirtiéndose lentamente en un memo atontado, lo que me hizo sospechar que el director confundía el conocimiento con el autismo.
Luego, tras recibir innumerables lecciones de innumerables chinos ancianos, el chino joven viajaba a Tokio y en ese momento tuve la duda: ¿Era un chino que viajaba a Japón? ¿O siempre habían sido japoneses, él y todos los venerables ancianos chinos, y yo estaba confundido? El guión no lo dejaba claro. En Tokio, el protagonista recibía lecciones de boxeo chino por parte de un maestro con pinta de tontaina, que sin embargo mostraba una agilidad pasmosa a la hora de esquivar los golpes del chino joven, al que propinaba sin piedad una continua sarta de mandobles. Pero poco a poco las lecciones surtían efecto y el chino joven se convertía en un consumado karateca, tras lo cual el maestro se despedía de él en un bonito jardín chino y le decía algo así: “Que encuentres el yokihara, Shi En”. El joven chino puso cara de no saber de qué le hablaba exactamente el maestro, pero disimuló y le dijo: “Claro, claro. Hala, adiós”.
Luego el chino joven pedía una habitación en un hotel y, en ella, abría una maleta -que, curiosamente, hasta ese momento jamás había transportado- y sacaba de ella una de esas espadas chinas o japonesas cuyo nombre no recuerdo ahora, me sale el nombre de yakuza, pero no es yakuza, eso es la mafia japonesa, esa que siempre sale en las películas americanas y cuyos miembros siempre están sentados incómodamente tomando el te en una larga mesa, pocos minutos antes de ser asesinados por un rival despechado. Bueno, pues el chino joven tomaba la reluciente yakuza o como se llame y se la ponía a la altura de los ojos y la observaba con aspecto de pasmarote iluminado y yo ya temía que encendiera velas por toda la habitación y tomara el te sagrado o el arroz ritual o cualquier otra sandez, pero se limitaba a observar su yakuza en silencio.
Luego veíamos al chino joven andando por las calles de Tokio, magníficamente ambientadas para propocionar un ambiente chino, la mar de chinos transitando atareados arriba y abajo por calle, y en primer plano un frutero chino ordenando ante su tienda las cajas de frutas, especialmente mandarinas y naranjas de la China, inteligentemente dispuestas, supuse, para ser derribadas espectacularmente en cuanto empezaran las hostias, o las ostias, que nunca he sabido si llevan hache.
De repente, ocho chinos muy bien trajeados rodeaban al chino joven, que sacaba su yakuza -que no llevaba hasta ese momento-. Absurdamente, los ocho chinos malos se turnaban para atacar al chino bueno, en lugar de lanzarse todos juntos al mismo tiempo y dejarle hecho unos zorros. Así que, gracias a las lecciones recibidas por los venerables chinos ancianos, el chino joven se deshacía por orden de los estúpidos chinos malos, uno de los cuales, aquí sonreí, caía en cámara lenta sobre las cajas de frutas ante las protestas del frutero, que veía como sus frutas tan amorosamente ordenadas empezaban a rodar por las populosas calles de Tokio. Al acabar con el octavo chino trajeado, el chino joven recogía su katana, ahora he recordado que se llama katana y no yakuza, y se la guardaba no sé sabe dónde y continuaba su paseo en busca de su yokihara.
Le veíamos llegar a una oscura tienda llena de avalorios y chucherías y cachivaches y mirra e incienso y yo pensé “Ahora se va a comprar un Gremlin”, pero no, no salió ningún Gremlin pero sí el viejo vendedor chino de “Gremlins” -que era igual que los venerables maestros, posiblemente era el mismo actor-, con el que mantuvo una discusión que intuí muy trascendental pero de la que no entendí nada y al final el chino sacó de un armario una especie de enorme tazón chino que entregó al joven chino, y yo pensé “menudo rampoina, si algún día me regalan algo así no sabría dónde meterlo”, y el viejo vendedor chino dijo: “Usa el yokihara para hacer el bien” y el joven chino dijo “Así se hará” y se despidieron con un abrazo respetuoso y una reverencia aún más respetuosa y al salir a la calle el joven chino tropezó tontamente y el yokihara se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos y el joven chino sacó su katana y se hizo un sukahara ventral o como se llame y salió “The End” en la pantalla y me fui del cine y cené en un chino y pedí una familia feliz o como se llame y una sopa de aleta de tiburón que me supo a suelas de zapatos puestas en remojo en meados calientes y acepté una copita de licor chino y esa noche vomité y soñé con Hiroshima.
1 Comments:
Doncs a mi m'agrada molt el menjar xinès, suposo perquè s'assembla molt al filipí però aquest us asseguro que és ben bo.
Al final t'ha sortit que era katana eh? o es que ho sabies des del començament i ens estaves prenent el pèl? jojojoo
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