No tengo nada más que hacer
En el momento en que me comunicaron que Mirabelle había tenido el accidente yo estaba aún en la serrería. El trabajo nos desbordaba, el insoportable calor que azotaba la comarca desde hacía semanas me proporcionaba continuos pedidos de la fábrica de ataúdes y las cosas no me podían ir mejor. Recuerdo que acaba de colgar el teléfono tras solicitar dos cargamentos extra de abedul de primera clase y había encendido satisfecho un cigarrillo, acomodado en mi butaca en el despacho y contemplando los retratos de mi abuelo y de mi padre, dos leyendas en el siempre difícil y variable negocio de las serrerías a cuya memoria dedicaba yo todos mi esfuerzos laborales.
Entonces sonó el teléfono. Era la policía. Mirabelle se había estrellado con el coche contra un autobús escolar, afortunadamente vacío en el momento del suceso, y mi presencia en el hospital era necesaria. Pregunté por el estado de Mirabelle; no quisieron o no pudieron darme detalles, pero me informaron, quizá innecesariamente, que el vehículo había quedado en estado de siniestro total, aunque no entendí si se referían al coche de mi esposa o al autobús escolar. Colgué y por unos segundos seguí sin reaccionar, fumando cómodamente y mirando los retratos de mis antepasados.
Al fin reaccioné. Di unas cuantas instrucciones a mi secretaria y me dirigí al hospital. Quedaría bien decir que en esos momentos todo tipo de tristes augurios pasaron por mi mente, pero lo cierto es que me había quedado en blanco y ya hice mucho con recordar que me dirigía al hospital. Al llegar me hicieron esperar en una salita, hasta que un joven médico entró y, mirándome, dijo:
-¿Mirabelle Vercruyssen?
Tardé unos segundos en reaccionar, pues no me llamo Mirabelle Vercruyssen. Luego entendí que, por supuesto, el médico se refería a mi esposa y era a mí a quien buscaba.
El joven médico me atendió en un pequeño despacho. Tenía ante sí una carpeta repleta de papeles. Pensé en el poder inmenso de la burocracia, dado que el accidente de Mirabelle, ocurrido hacía apenas un par de horas, había conseguido originar ya tanto papeleo. También pensé que la carpeta se parecía mucho a las que usábamos en la serrería para archivar los contratos con la fábrica de ataúdes, con los contratistas, con las carpinterías, con los electricistas, con la compañía de aguas, con los empleados. Me vino a la mente que el negocio de las carpetas debe funcionar viento en popa.
Mirabelle estaba en coma, me dijo el doctor. Había que esperar unas horas. Unos días quizá. No parecía tener daños cerebrales, pero al médico le preocupaba una hemorragia interna que, de todos modos, parecía estar controlada. Pero había que esperar, insistió. Escuché sin hacer comentarios. Pensé que quizá aquel médico era demasiado joven. Quizá convendría un médico más experto.
-¿Puedo verla? -dije.
-Sólo unos minutos -dijo el médico, y eso me tranquilizó, quizá era demasiado joven pero no necesariamente inexperto, porque esa respuesta es la que siempre utilizan los médicos expertos de las películas.
Mirabelle estaba entubada y parecía mucho más pequeña de lo que era en realidad. A su lado varios aparatos controlaban su respiración, su corazón, su flujo sanguíneo, yo que sé. Había uno que parecía un microondas. Pensé estúpidamente que quizá lo usaban los médicos de guardia para prepararse la cena.
Me interrumpió una enfermera. Tenía que firmar unos papeles. Lo hice sin leerlos. En la serrería jamás habría hecho algo así, los papeles hay que leerlos de arriba a abajo, por delante y por detrás. Esa es una de las primeras lecciones que recibí de mi abuelo y de mi padre en aquellos días ya lejanos en los que iniciaba mi aprendizaje en el negocio de la serrería.
-¿Qué tengo que hacer ahora? -pregunté a la enfermera.
-¿Perdón? -dijo ella.
-Que qué tengo qué hacer. ¿Me quedo esperando?
-¿Esperando?
-A Mirabelle. A mi esposa.
-Ah. Puede hacerlo.
-De acuerdo -dije.
-Pero yo le diría que se fuera a casa. Descanse. Aquí está bien atendida. Le llamaríamos inmediatamente si hubiera algún cambio -me dijo, poniendo su mano en mi hombro, algo que me pareció absurdo.
Así que me fui, obediente. Al llegar a casa me senté en el sofá y pensé en coger la botella de whisky y empezar a beber como un tontaina hasta caer borracho y olvidar así la desgracia, como habría hecho en una película cualquier actor cuya esposa se hubiera estrellado con un autobús escolar. Vaya tontería, para qué voy a emborracharme ahora. Las películas con tragedias hospitalarias no sirven para la vida real, pensé. Bien, bien. Pero... ¿y qué hacer? ¿La cena? No tenía hambre alguna, habría sido incapaz de comer nada. Sólo podía pensar en Mirabelle. Ojalá pudiera dormir. Cerré los ojos allí mismo, en el sofá, y contra todos mis pronósticos no creo que tardara más de diez minutos en quedar dormido. A la mañana siguiente me despertó el teléfono. Llamaban del hospital.
Asistí al entierro porque eso es lo que se esperaba de mí, pero casi no tengo recuerdos de esos momentos. Sí me acuerdo, sin embargo, que al ver el ataúd pensé que posiblemente esa madera había pasado por la serrería.
La vendí al cabo de unos días. Sí, vendí la serrería y la casa, los bonos del Tesoro y el apartamento en Salou, cogí el coche y me fui hacia el norte, huyendo del calor que azotaba la comarca y de mis recuerdos. Conduje y conduje y llegué a Bruselas, donde siete años atrás conocí a Mirabelle.
¿Y qué hago aquí?, pensé. No lo sabía. Ignoraba por qué había llegado justamente hasta Bruselas. Esa noche bebí mucho y casi arrastrándome por las calles mojadas pude llegar al hotel. Tuve delirantes sueños con Mirabelle, con accidentes, ataúdes y serrerías. El día siguiente lo pasé en cama mareado y por la noche tuve una idea que hizo revivir en mí algo mínimamente parecido a la esperanza. Se me ocurrió que, cuando nació Mirabelle, quizá tuvo una hermana gemela, quizá una diabólica y criminal conspiración hospitalaria arrebató la segunda niña a sus padres, quizá la vendieron a un adinerado matrimonio que no podía tener hijos, quizá la segunda niña, ahora ya una joven, vive aún en Bruselas, quizá paseando por sus calles algún día me tropezaré con ella, me tropezaré con el vivo retrato de Mirabelle. ¿Qué eso es absurdo? Ya lo sé. Y qué. No tengo nada más que hacer.
Entonces sonó el teléfono. Era la policía. Mirabelle se había estrellado con el coche contra un autobús escolar, afortunadamente vacío en el momento del suceso, y mi presencia en el hospital era necesaria. Pregunté por el estado de Mirabelle; no quisieron o no pudieron darme detalles, pero me informaron, quizá innecesariamente, que el vehículo había quedado en estado de siniestro total, aunque no entendí si se referían al coche de mi esposa o al autobús escolar. Colgué y por unos segundos seguí sin reaccionar, fumando cómodamente y mirando los retratos de mis antepasados.
Al fin reaccioné. Di unas cuantas instrucciones a mi secretaria y me dirigí al hospital. Quedaría bien decir que en esos momentos todo tipo de tristes augurios pasaron por mi mente, pero lo cierto es que me había quedado en blanco y ya hice mucho con recordar que me dirigía al hospital. Al llegar me hicieron esperar en una salita, hasta que un joven médico entró y, mirándome, dijo:
-¿Mirabelle Vercruyssen?
Tardé unos segundos en reaccionar, pues no me llamo Mirabelle Vercruyssen. Luego entendí que, por supuesto, el médico se refería a mi esposa y era a mí a quien buscaba.
El joven médico me atendió en un pequeño despacho. Tenía ante sí una carpeta repleta de papeles. Pensé en el poder inmenso de la burocracia, dado que el accidente de Mirabelle, ocurrido hacía apenas un par de horas, había conseguido originar ya tanto papeleo. También pensé que la carpeta se parecía mucho a las que usábamos en la serrería para archivar los contratos con la fábrica de ataúdes, con los contratistas, con las carpinterías, con los electricistas, con la compañía de aguas, con los empleados. Me vino a la mente que el negocio de las carpetas debe funcionar viento en popa.
Mirabelle estaba en coma, me dijo el doctor. Había que esperar unas horas. Unos días quizá. No parecía tener daños cerebrales, pero al médico le preocupaba una hemorragia interna que, de todos modos, parecía estar controlada. Pero había que esperar, insistió. Escuché sin hacer comentarios. Pensé que quizá aquel médico era demasiado joven. Quizá convendría un médico más experto.
-¿Puedo verla? -dije.
-Sólo unos minutos -dijo el médico, y eso me tranquilizó, quizá era demasiado joven pero no necesariamente inexperto, porque esa respuesta es la que siempre utilizan los médicos expertos de las películas.
Mirabelle estaba entubada y parecía mucho más pequeña de lo que era en realidad. A su lado varios aparatos controlaban su respiración, su corazón, su flujo sanguíneo, yo que sé. Había uno que parecía un microondas. Pensé estúpidamente que quizá lo usaban los médicos de guardia para prepararse la cena.
Me interrumpió una enfermera. Tenía que firmar unos papeles. Lo hice sin leerlos. En la serrería jamás habría hecho algo así, los papeles hay que leerlos de arriba a abajo, por delante y por detrás. Esa es una de las primeras lecciones que recibí de mi abuelo y de mi padre en aquellos días ya lejanos en los que iniciaba mi aprendizaje en el negocio de la serrería.
-¿Qué tengo que hacer ahora? -pregunté a la enfermera.
-¿Perdón? -dijo ella.
-Que qué tengo qué hacer. ¿Me quedo esperando?
-¿Esperando?
-A Mirabelle. A mi esposa.
-Ah. Puede hacerlo.
-De acuerdo -dije.
-Pero yo le diría que se fuera a casa. Descanse. Aquí está bien atendida. Le llamaríamos inmediatamente si hubiera algún cambio -me dijo, poniendo su mano en mi hombro, algo que me pareció absurdo.
Así que me fui, obediente. Al llegar a casa me senté en el sofá y pensé en coger la botella de whisky y empezar a beber como un tontaina hasta caer borracho y olvidar así la desgracia, como habría hecho en una película cualquier actor cuya esposa se hubiera estrellado con un autobús escolar. Vaya tontería, para qué voy a emborracharme ahora. Las películas con tragedias hospitalarias no sirven para la vida real, pensé. Bien, bien. Pero... ¿y qué hacer? ¿La cena? No tenía hambre alguna, habría sido incapaz de comer nada. Sólo podía pensar en Mirabelle. Ojalá pudiera dormir. Cerré los ojos allí mismo, en el sofá, y contra todos mis pronósticos no creo que tardara más de diez minutos en quedar dormido. A la mañana siguiente me despertó el teléfono. Llamaban del hospital.
Asistí al entierro porque eso es lo que se esperaba de mí, pero casi no tengo recuerdos de esos momentos. Sí me acuerdo, sin embargo, que al ver el ataúd pensé que posiblemente esa madera había pasado por la serrería.
La vendí al cabo de unos días. Sí, vendí la serrería y la casa, los bonos del Tesoro y el apartamento en Salou, cogí el coche y me fui hacia el norte, huyendo del calor que azotaba la comarca y de mis recuerdos. Conduje y conduje y llegué a Bruselas, donde siete años atrás conocí a Mirabelle.
¿Y qué hago aquí?, pensé. No lo sabía. Ignoraba por qué había llegado justamente hasta Bruselas. Esa noche bebí mucho y casi arrastrándome por las calles mojadas pude llegar al hotel. Tuve delirantes sueños con Mirabelle, con accidentes, ataúdes y serrerías. El día siguiente lo pasé en cama mareado y por la noche tuve una idea que hizo revivir en mí algo mínimamente parecido a la esperanza. Se me ocurrió que, cuando nació Mirabelle, quizá tuvo una hermana gemela, quizá una diabólica y criminal conspiración hospitalaria arrebató la segunda niña a sus padres, quizá la vendieron a un adinerado matrimonio que no podía tener hijos, quizá la segunda niña, ahora ya una joven, vive aún en Bruselas, quizá paseando por sus calles algún día me tropezaré con ella, me tropezaré con el vivo retrato de Mirabelle. ¿Qué eso es absurdo? Ya lo sé. Y qué. No tengo nada más que hacer.
3 Comments:
Preciós. I el conte, també és molt maco ;)
Aquestes històries ¿són noves o són dels teus llibres?
Si t´havia dit que me´ls havia llegit era mentida...Confesso.
He de dir en el teu honor que mai m´havies dit que t´haguessis llegit els meus llibres, així que no quedes malament. La majoria de històries són noves. Quan m´avorreixo, em dic, "Va, anem a escriure una nova obra mestra", i així van sortint. I així seguirem fins que Nostre Senyor em cridi al seu costat.
Ah...
ja saps que et toca a l´esquerra, oi?
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