Noches de agosto
Le he conocido este verano. Vive delante de casa, al lado de la calle. Le he bautizado como Tresky, como el perro de la familia Ulises y se pasa el día ladrando. Al principio pensé que era un perro mecánico, pues el ritmo de sus ladridos es de una cadencia perfecta: dos ladridos-dos ladridos-tres ladridos-un ladrido, veinte segundos de silencio y vuelta a empezar. Pero descarté pronto que Tresky fuera un perro mecánico por lo absurdo de la posibilidad. Quién iba a comprar un perro mecánico y dejar en marcha la función ladridos durante horas. Porque además los ladridos de Tresky son agudos y penetrantes, como los de un perro maricón. Claro, quizá se trata de una perra.
Mi canario Finiquito y yo estamos a punto de la crisis nerviosa. Por las noches Tresky acentúa sus conciertos, para nuestra desesperación. Curiosamente, a nadie en el barrio parecen molestarle lo más mínimo los ladridos. Ni siquiera a sus amos, que tienen a Tresky a pocos metros y ni se inmutan. De hecho, nunca he visto a sus amos; veo a Tresky durante horas en el balcón de su casa, pero jamás he visto persona alguna allí. Se me ocurrió que, quizá, en realidad Tresky está pidiendo ayuda porque sus amos murieron repentinamente. Pero al pasar los días deseché esa opción, porque a menos que Tresky sepa cocinar o usar el microondas, es imposible que haya sobrevivido tanto tiempo sin alimentarse. Es evidente que alguien se ocupa de su mantenimiento y permite sus inacabables ladridos.
He llamado al ayuntamiento para ver qué se podía hacer para preservar el respeto al descanso de los vecinos, en este caso el descanso de Finiquito y el mío. El bobo del alcalde me remitió a la Guardia Urbana, donde a veces me prometen que se acercarán a ver qué pasa y en otras me aseguran que no pueden hacer nada sin mediar de por medio una denuncia, para lo cual debo presentarme en persona en sus oficinas provisto de un estudio ecológico del barrio, una medición de los decibelios de Tresky hecha por una agencia autorizada y la firma de 300 vecinos mayores de edad, con derecho a voto y al corriente de pago de sus impuestos. A mí, que soy una persona indolente y tirando a la vagancia, cumplimentar todos esos requisitos se me hace una montaña.
Pero ya empieza a preocuparme Finiquito. No come, no canta, no ejercita sus alas con el grácil movimiento que siempre le ha caracterizado. Se ha recluido en sí mismo y sólo en los breves intervalos en que Tresky se toma un descanso murmura un gorjeo nada pajaril que a mí me suena algo así como “venga hijo de puta, ladra otra vez”. Y Tresky, invariablemente, vuelve a ladrar y Finiquito se tapa las orejas con sus alas y levanta un puño al cielo como diciendo “hasta cuándo, hasta cuándo”. A veces me mira de reojo y sé que está pensando: “Vaya mierda de amo, míralo, ahí viendo la tele, en lugar de tomar un rifle y cargarse a Tresky”. Y a mí eso me duele porque yo a Finiquito le quiero mucho, es el mejor canario que he tenido nunca, pero de dónde saco un rifle, si ni siquiera tengo puntería, aún me cargaría a alguien y me enviarían a la cárcel y a Finiquito a un hospicio y Tresky seguiría ladrando y al volver yo de mi larga condena aún estaría ahí el hijo de puta y yo vería la jaula de Finiquito vacía y me pondría triste y empezaría a llorar tontamente.
Mi canario Finiquito y yo estamos a punto de la crisis nerviosa. Por las noches Tresky acentúa sus conciertos, para nuestra desesperación. Curiosamente, a nadie en el barrio parecen molestarle lo más mínimo los ladridos. Ni siquiera a sus amos, que tienen a Tresky a pocos metros y ni se inmutan. De hecho, nunca he visto a sus amos; veo a Tresky durante horas en el balcón de su casa, pero jamás he visto persona alguna allí. Se me ocurrió que, quizá, en realidad Tresky está pidiendo ayuda porque sus amos murieron repentinamente. Pero al pasar los días deseché esa opción, porque a menos que Tresky sepa cocinar o usar el microondas, es imposible que haya sobrevivido tanto tiempo sin alimentarse. Es evidente que alguien se ocupa de su mantenimiento y permite sus inacabables ladridos.
He llamado al ayuntamiento para ver qué se podía hacer para preservar el respeto al descanso de los vecinos, en este caso el descanso de Finiquito y el mío. El bobo del alcalde me remitió a la Guardia Urbana, donde a veces me prometen que se acercarán a ver qué pasa y en otras me aseguran que no pueden hacer nada sin mediar de por medio una denuncia, para lo cual debo presentarme en persona en sus oficinas provisto de un estudio ecológico del barrio, una medición de los decibelios de Tresky hecha por una agencia autorizada y la firma de 300 vecinos mayores de edad, con derecho a voto y al corriente de pago de sus impuestos. A mí, que soy una persona indolente y tirando a la vagancia, cumplimentar todos esos requisitos se me hace una montaña.
Pero ya empieza a preocuparme Finiquito. No come, no canta, no ejercita sus alas con el grácil movimiento que siempre le ha caracterizado. Se ha recluido en sí mismo y sólo en los breves intervalos en que Tresky se toma un descanso murmura un gorjeo nada pajaril que a mí me suena algo así como “venga hijo de puta, ladra otra vez”. Y Tresky, invariablemente, vuelve a ladrar y Finiquito se tapa las orejas con sus alas y levanta un puño al cielo como diciendo “hasta cuándo, hasta cuándo”. A veces me mira de reojo y sé que está pensando: “Vaya mierda de amo, míralo, ahí viendo la tele, en lugar de tomar un rifle y cargarse a Tresky”. Y a mí eso me duele porque yo a Finiquito le quiero mucho, es el mejor canario que he tenido nunca, pero de dónde saco un rifle, si ni siquiera tengo puntería, aún me cargaría a alguien y me enviarían a la cárcel y a Finiquito a un hospicio y Tresky seguiría ladrando y al volver yo de mi larga condena aún estaría ahí el hijo de puta y yo vería la jaula de Finiquito vacía y me pondría triste y empezaría a llorar tontamente.
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