Cómo pasa el tiempo
Ese abotargado pelele fue algún día mi amigo, pensé, consciente incluso de que ignoro qué significa “abotargado”. Pero ese adjetivo me vino a la cabeza y pensé que a Roberto le venía como anillo al dedo. Si “abotargado” significa que alguien es amorfo, gordo y blandengue, Roberto era el hombre más abotargado que he visto en mi vida. Le contemplé unos segundos, recordando que años atrás, no muchos, Roberto había sido un hombre atlético, alto y ágil, el que siempre daba el primer paso y arrastraba a los demás. Ahora le veía como un pelele abotargado.
Luego observé a esa mujer, “Dolores”, había dicho Roberto, “mi esposa”, y pensé en cómo cuernos habría conseguido Dolores abotargar de esa manera a mi amigo. ¿Con muchas horas de sofá, muchas y abundantes comidas calientes, muchas visitas a los suegros, muchos fines de semana en Paradores Nacionales, muchos viajes en coche? Yo qué sé, yo jamás he abotargado a nadie.
“Llevamos ya tres años casados”, dijo Roberto con una sonrisa que apenas consiguió tensar los músculos de sus abotargadas mejillas. “Cómo pasa el tiempo”, dije yo, mirando con aprensión a Dolores, esa abotargadota de hombres, que sonreía todo el rato y que agarraba a Roberto del brazo, como si ese pelele estuviera en condiciones de empezar a correr y huir de ella. “A ver si nos llamamos un día y vienes a comer”, añadió Roberto, y supuse que la última vez que nos vimos ya dijimos lo mismo. “Claro”, dije yo, sonriendo, no ante la idea de comer con ese pelele y su abotargadora mujer, sino ante el recuerdo de que apenas unos meses atrás yo había cambiado de teléfono, lo que impediría a mi abotargado amigo encontrarme.
“Bueno, muchacho, estás igual, como siempre”, dijo Roberto. “¡A ver si nos vemos!”, insistió. “Claro que sí”, repetí yo. Nos despedimos. Al cabo de unos pasos, me di la vuelta y grité: “Tú también estás como siempre”. Roberto se giró y me saludó con la mano, sonriendo, como diciendo “¡Gracias, amigo!” En sus abotargados ojos vi por un momento el recuerdo de quien fue mi amigo y un insondable rastro de tristeza. En los de Dolores, en cambio, vi la mirada de una enemiga para siempre.
Luego observé a esa mujer, “Dolores”, había dicho Roberto, “mi esposa”, y pensé en cómo cuernos habría conseguido Dolores abotargar de esa manera a mi amigo. ¿Con muchas horas de sofá, muchas y abundantes comidas calientes, muchas visitas a los suegros, muchos fines de semana en Paradores Nacionales, muchos viajes en coche? Yo qué sé, yo jamás he abotargado a nadie.
“Llevamos ya tres años casados”, dijo Roberto con una sonrisa que apenas consiguió tensar los músculos de sus abotargadas mejillas. “Cómo pasa el tiempo”, dije yo, mirando con aprensión a Dolores, esa abotargadota de hombres, que sonreía todo el rato y que agarraba a Roberto del brazo, como si ese pelele estuviera en condiciones de empezar a correr y huir de ella. “A ver si nos llamamos un día y vienes a comer”, añadió Roberto, y supuse que la última vez que nos vimos ya dijimos lo mismo. “Claro”, dije yo, sonriendo, no ante la idea de comer con ese pelele y su abotargadora mujer, sino ante el recuerdo de que apenas unos meses atrás yo había cambiado de teléfono, lo que impediría a mi abotargado amigo encontrarme.
“Bueno, muchacho, estás igual, como siempre”, dijo Roberto. “¡A ver si nos vemos!”, insistió. “Claro que sí”, repetí yo. Nos despedimos. Al cabo de unos pasos, me di la vuelta y grité: “Tú también estás como siempre”. Roberto se giró y me saludó con la mano, sonriendo, como diciendo “¡Gracias, amigo!” En sus abotargados ojos vi por un momento el recuerdo de quien fue mi amigo y un insondable rastro de tristeza. En los de Dolores, en cambio, vi la mirada de una enemiga para siempre.
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