mercoledì, maggio 11, 2005

Debajo del papel pintado

Milagros llevaba ya varios minutos de pie, mirando hacia un punto indeterminado de la pared del comedor y mordisqueando un lápiz, señal inequívoca de que algún raro razonamiento intentaba abrirse en su sencillo pero extraño cerebro. Impaciente, pregunté:

--¿En qué estás pensando?
--Creo que podríamos poner papel pintado.
--¿Dónde? ¿Aquí, en el comedor?
--Sí.
--A mí me gusta como está, tan blanco --repuse yo.
--No sé --musitó.

No dijo nada más y se fue a la cocina a lavar los platos, o más bien a golpear escandalosamente platos, vasos, cucharas y tenedores, que era la molesta manera que Milagros tenía de hacerme saber que no estaba de acuerdo conmigo. Seguí leyendo el periódico, simulando que nada había pasado, pero teniendo ya el convencimiento de que, tarde o temprano, mi compañera volvería a la carga.
No tengo ni la más mínima idea del arte de la decoración de interiores, es más, no he perdido en mi vida ni un minuto reflexionando sobre ello. Me da igual si el azul eléctrico del sofá hace juego con el blanco de la pared y el amarillo de las puertas, o si las enormes lámparas circulares del techo dan la sensación de que nuestro piso es aún más minúsculo de lo que ya es. Me da igual, esas lámparas son así, y además me molestan los cambios.
Y sobre todo odio el papel pintado. Es pretencioso y de mal gusto. Es como si, al no poder comprar picassos y goyas, colgamos en las paredes fotocopias de sus grandes obras. El papel pintado es lo mismo.
¿Y quién sabe qué es lo que se esconde debajo de él? Una vez, de niño, ayudé a unos conocidos de mis padres a arrancar el deteriorado papel pintado de las paredes del comedor de la casa que acababan de comprarse, una enorme casa solariega que, como nos hizo notar varias veces el anfitrión, había sido construida en 1865. Debajo del horrible papel rosa apareció otro de color verde claro, y después de éste, un tercero, de aspecto antiquísimo, con unas indescriptibles cenefas, llenas de flores y de ángeles. Y debajo encontramos por fin la pared, pintada de un sobrio blanco, amarillento ya por los años que alguien había llenado de garabatos a lápiz. La mayoría de los garabatos eran dibujos, no muy conseguidos, de rostros de mujeres y de caballos, principalmente caballos. Y de vez en cuando aparecía alguna palabra, con una elaboradísima caligrafía: “Eugenio” aparecía tres o cuatro veces, “España” dos o tres, “Elena” otras tantas. Y en la pared principal del comedor, un enorme grafiti decimonónico: “Cánovas presidente”.
No sé quién pudo pintar eso en la pared de su casa. Seguramente, el mismo individuo que luego colocó el papel de las cenefas de flores y ángeles, quizá lo hizo el mismo día en que empapeló la habitación, como una broma, quizá para distraerse mientras alguien encolaba el papel.
A mí, que era un niño sensible, ese “Cánovas presidente” me impresionó y nunca lo he olvidado. Siempre que visito una casa en la que hay papel pintado, tengo el casi irrefrenable deseo de arrancarlo y descubrir qué hay debajo. Por eso la pintura es mucho mejor, la pintura borra prácticamente los vestigios del pasado, mientras que el papel pintado sólo los esconde, en realidad los conserva. Convivir con papel pintado en las paredes es tomarse el riesgo de convivir toda tu vida con fantasmagóricas inscripciones. Quizá detrás de ti, ahí encima del sofá, a la altura del cuadro de los girasoles, alguien pintó hace cien años un “Cánovas presidente”, o un insulto, “Tontaina”, o peor aún, el nombre de su amada, “Elena” quizá, una Elena que hace mucho tiempo ya fue comida por los gusanos en algún cementerio cercano. Quién puede convivir con eso.
Y cómo explicárselo a Milagros cuando vuelva de lavar los platos.

1 Comments:

Blogger Monica said...

Las paredes tienen un breviario de colores y desdoblamientos de esencias.
Hay sentidos que inmantados quedaron ahí,las personas tocan mucho las paredes.
Muy lindo tema y lindo blog.
Desde Argentina un afectuoso saludo.

http//monikapoemasexistenciales.blogspot.com

11:40 PM  

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