Hola, Abril
Ayer la vi por la calle, tras tres años sin saber nada de ella. Apareció de repente saliendo de una tienda de ropa cara, con prisas, hablando por el móvil y sin fijarse en su entorno. La seguí durante unos minutos, observándola. Tres años dan para mucho, pensé. Cómo había cambiado Abril. Vestía con elegancia, con un aspecto de madurez que jamás había visto en ella. Incluso había perdido esos andares algo desgarbados que siempre la habían caracterizado y que me a mí me encantaban, ahora se movía con agilidad sobre sus altos tacones. Se habrá casado, pensé un tanto absurdamente, como si el matrimonio otorgara a las mujeres elegancia, madurez y habilidad para andar con tacones. Pensé en alcanzarla y decirle algo.
-Hola, Abril --me imaginé diciendo.
¿Cómo reaccionaría ella? ¿Me miraría desconcertada durante unos segundos intentado adivinar quién era yo, ese tipo que la abordaba por la calle, a ella, una mujer elegante y casada?
-Soy Juan --diría yo entonces.
-¿Juan? Ah, hola, Juan --diría ella, posiblemente sin haberme reconocido del todo, y yo me sentiría ridículo y arrepentido de haberla saludado.
Bueno, quizá no ocurriría así. Quizá Abril me regalaría una sonrisa y un sincero:
-¡Hola, Juan!
Claro, es posible que fuera así. Y entonces yo dudaría, ¿qué digo después de “Hola, Abril”? Por ejemplo, un simple:
-¿Hola, qué tal, Abril? ¿Cómo estás?
Muy pobre y muy retórico. Por supuesto ella no me iba a contar en breves minutos cómo estaba, qué había hecho durante esos tres años, si se había casado y con quién y dónde había aprendido a andar con tanto garbo con esos tacones.
Así que mejor no decir nada, seguirla unos minutos, recordar lo que ocurrió hace tres años, admirarla un ratito y luego dar media vuelta y pensar en olvidarla otra vez y al día siguiente volver estúpidamente a esa misma calle con la vana esperanza de encontrarla de nuevo, a lo mejor Abril vivía por allí, claro que sí, quizá si volvía a menudo por allí algún día fuera ella quién me viera a mí y no al revés, y fuera ella quién viniera y me dijera:
-¡Hola, Juan! ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
Y yo me sentiría feliz y sonreiría para dejar claro que yo sí la reconocía inmediatamente, y diría:
-¡Hola, Abril! ¡Qué guapa estás!
A lo mejor incluso iríamos a tomar un café y me contaría qué había hecho en esos tres años y me diría que no, que no se había casado, esa habilidad para andar con esos tacones la había adquirido en un cursillo de Elegancia Social para Mujeres, yo qué sé. Y yo entonces le diría todo lo que hace tres años callé y quién sabe lo que ocurriría después.
Bueno, en eso pensaba mientras seguía a Abril, cuando apareció ese hombre, le dio un beso en la mejilla y dijo:
-Hola, María.
Y juntos de la mano dieron media vuelta y pasaron a mi lado y vi que sí, que sin duda esa debía ser María, y que claro que no era Abril, si Abril habría sido incapaz de andar con esos tacones tan altos.
-Hola, Abril --me imaginé diciendo.
¿Cómo reaccionaría ella? ¿Me miraría desconcertada durante unos segundos intentado adivinar quién era yo, ese tipo que la abordaba por la calle, a ella, una mujer elegante y casada?
-Soy Juan --diría yo entonces.
-¿Juan? Ah, hola, Juan --diría ella, posiblemente sin haberme reconocido del todo, y yo me sentiría ridículo y arrepentido de haberla saludado.
Bueno, quizá no ocurriría así. Quizá Abril me regalaría una sonrisa y un sincero:
-¡Hola, Juan!
Claro, es posible que fuera así. Y entonces yo dudaría, ¿qué digo después de “Hola, Abril”? Por ejemplo, un simple:
-¿Hola, qué tal, Abril? ¿Cómo estás?
Muy pobre y muy retórico. Por supuesto ella no me iba a contar en breves minutos cómo estaba, qué había hecho durante esos tres años, si se había casado y con quién y dónde había aprendido a andar con tanto garbo con esos tacones.
Así que mejor no decir nada, seguirla unos minutos, recordar lo que ocurrió hace tres años, admirarla un ratito y luego dar media vuelta y pensar en olvidarla otra vez y al día siguiente volver estúpidamente a esa misma calle con la vana esperanza de encontrarla de nuevo, a lo mejor Abril vivía por allí, claro que sí, quizá si volvía a menudo por allí algún día fuera ella quién me viera a mí y no al revés, y fuera ella quién viniera y me dijera:
-¡Hola, Juan! ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
Y yo me sentiría feliz y sonreiría para dejar claro que yo sí la reconocía inmediatamente, y diría:
-¡Hola, Abril! ¡Qué guapa estás!
A lo mejor incluso iríamos a tomar un café y me contaría qué había hecho en esos tres años y me diría que no, que no se había casado, esa habilidad para andar con esos tacones la había adquirido en un cursillo de Elegancia Social para Mujeres, yo qué sé. Y yo entonces le diría todo lo que hace tres años callé y quién sabe lo que ocurriría después.
Bueno, en eso pensaba mientras seguía a Abril, cuando apareció ese hombre, le dio un beso en la mejilla y dijo:
-Hola, María.
Y juntos de la mano dieron media vuelta y pasaron a mi lado y vi que sí, que sin duda esa debía ser María, y que claro que no era Abril, si Abril habría sido incapaz de andar con esos tacones tan altos.
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