venerdì, maggio 13, 2005

Semana Santa con Milagros

Por Semana Santa recordé que, el día de Navidad, había sufrido un deseo irrefrenable de ver una vez más “Ben-Hur”, y que me había sentido muy desilusionado al darme cuenta de que, en realidad, “Ben-Hur” sólo se emite por Semana Santa y no por Navidad. No sé si me explico. Lo dudo. Desde que soy un escritor rico y famoso escribo como un asno. El caso es que por Semana Santa me acordé de esa desilusión que había sentido por Navidad y consulté ávido la programación televisiva, y allí estaba, infaltable, “Ben-Hur”, el Jueves Santo, a las 22.00 horas, en La Primera, como debe ser. Se lo dije a Milagros, que estaba enseñando a planchar a la asistenta.

--El sábado dan “Ben-Hur”.
--¿Esa de leprosas? --dijo ella.
--También hay una carrera de caballos --apunté, algo desanimado ante la crueldad de mi compañera.
--Ya me acuerdo. Salen unas leprosas --insistió ella.
--Son la madre y la hermana de Ben-Hur. Tienen la lepra porque han estado mucho tiempo encerradas en una mazmorra en insalubres condiciones.
--¿Qué significa insalubre?
--Rodeadas de mierda --dije, suspirando.
--Así no están bien --dijo ella.
--Claro que no. Es que Messala es muy cruel.
--No hablaba contigo. Se lo decía a ella --dijo Milagros, corrigiendo la posición de las camisas que la asistenta intentaba planchar sin mucho éxito.

Vi que allí sobraba. Apunté en mi agenda de compromisos que el jueves emitían “Ben-Hur” y me fui a mi despacho. Me senté ante mis folios en blanco y encendí un cigarrillo, suspirando de nuevo. Ante mí tenía un ejemplar de la versión finlandesa de “El día que me quieras”, el libro que me había hecho rico y famoso. Lo ojeé y me pareció imposible que yo hubiera escrito eso. No ya en finlandés, por supuesto, pues desconozco prácticamente ese idioma, sino en cualquiera de los idiomas del mundo. Desde que terminé “El día que me quieras”, en el que contaba una tragedia amorosa que había asolado mi vida hasta el punto de terminar en un manicomio, había sido incapaz de escribir una sola línea. Con Milagros, a la que conocí precisamente en el manicomio, había vivido unos meses de tranquilidad absoluta, regados además con los millones que me caían por todas partes gracias a las insospechadas ventas de esa obra maestra. Los editores, sin embargo, se estaban poniendo insoportables reclamando un nuevo libro, que yo, irresponsablemente, me había comprometido a entregar en unos pocos meses.
Intentaba concentrarme ante mis folios en blanco, con la ayuda de un segundo cigarrillo, cuando me distrajo una algarabía procedente de la calle. Recordé entonces que, con motivo de no sé qué fiesta lúdica mundial organizada por el Ayuntamiento, el Rey visitaba justamente ese día Barcelona y que se había decidido pasearlo por las principales vías de la ciudad para que sus súbditos pudieramos agradecerle sus desvelos sinfín hacia nosotros. Y claro, había querido la suerte de que el cortejo real pasar delante de mi mansión.
Milagros y yo salimos al balcón, con devoción ella y con curiosidad yo. Al ver la figura del Monarca, saludando a diestra y siniestra desde su Rolls Royce descapotable, a Milagros le salió el deje garrulo, pues ella había nacido en un de los peores suburbios de Viladecans.

--¡Qué guapo es! --dijo mi compañera.
--Pues yo creo que ha pegado un bajón --dije yo, algo molesto.
--Qué va.

Para observar mejor las cualidades de nuestro Rey apuntadas por Milagros, me asomé un poco más, lo que, dado que mi peso había aumentado en las últimas semanas a causa de la holganza y la riqueza, provocó que una loseta del balcón se desprendiera, accidente éste muy frecuente en Barcelona y, no sé por qué, prácticamente insólito en cualquier otra ciudad del mundo. La loseta desprendida fue a dar, vaya por Dios, en la testa del monarca. En un abrir y cerrar los ojos, los Geos aparecieron en casa y se me llevaron presos a mí y a Milagros. Sólo tuve tiempo de dar un breve consejo a mi querida compañera.

--¡Milagros! ¡Recuerda a Ben-Hur! ¡Mantén tu mazmorra en condiciones de salubridad! ¡Cuidado con la lepra!

No sé a dónde se llevaron a Milagros. A mí me condenaron a galeras en aquel lago tan cochambroso que hay en el Parc de la Ciutadella, lleno de patos y de mierda. Me hubiera gustado saber cómo acabó todo aquello, pero me desperté de repente, cuando mi cigarrillo encendido empezaba a chamuscarme los dedos. Ante mí, mis folios en blanco se mantenían, claro está, en blanco.