La guerra de los mundos
Cuando yo era adolescente, a pocos minutos de mi colegio existía un salón recreativo, el Novedades, uno de esos lugares que, pese a su elegante nombre, no era más que un antro de perdición, lleno de billares, futbolines y las primeras máquinas de matar marcianitos. Pero, curiosamente, viendo “La guerra de los mundos” de Steven Spielberg no me acordé del Salón Recreativo Novedades por esas máquinas, sino por su encargado, un afable señor de escasa estatura y con evidentes problemas de columna vertebral que le proporcionaban unos andares muy característicos. Pues sí, cuando en la película aparecieron los primeros marcianos, me vino a la memoria el encargado del Salón Recreativo Novedades, del que hacía años que no me acordaba. Ese señor andaba igual que los marcianos.
¿Qué importancia tiene este recuerdo de mi adolescencia en el conjunto de las impresiones que me dejó “La guerra de los mundos”? Ninguna, lo admito, sólo quería contarlo. Hablando en serio de la película, diría que como guionista yo sería una nulidad, pues a los diez minutos deseaba con todas mis fuerzas que a la insoportable hija de Tom Cruise se la comieran cuanto antes los marcianos. Hacía mucho tiempo que no veía a una niña tan asesinable como esa histérica asquerosa.
Otro aspecto que me llamó la atención: Al inicio de la película, vemos a Tom Cruise en su puesto de trabajo, y ese es el de operario de una de esas gigantescas grúas portuarios que sirven para cargar y descargar barcos a base de manejar arriba y abajo todo tipo de palancas. Cuando en la película aparecen los primeros vehículos marcianos (“trípodes”, según mi hermana Jenny), yo pensé: “No, no, no son trípodes, son como grúas portuarias”. Y también pensé: “Tate, ya vas a ver que Tom Cruise va a salvar el mundo conduciendo gracias a su experiencia laboral una de esas grúas marcianas”. Hasta me imaginé la escena: Tom se introduce en una de las máquinas, observa los mandos y las palancas como reconociéndolas y entonces los marcianitos regresan de repente y Tom le da al contacto pero la grúa marciana no se pone en marcha. Durante unos angustiosos segundos, mientras los marcianos empiezan a subir las escaleras, Tom empieza a sudar dándole a la llave del contacto y, mientras, va hablándole a la máquina:
-Venga, venga, bonita, no me falles ahora.
Pues no. Esa escena sale en muchas películas, pero no en “La guerra de los mundos”. ¡Qué fallo! ¿Por qué se nos muestra a Tom Cruise conduciendo grúas humanas si luego no le dan la oportunidad de hacer lo mismo con grúas marcianas?
En fin. Cuando llevamos una hora de película, en la sala se oye un tremendo “uuuuuuhhhh”. Se trata de un señor al que le ha dado un patatús. No sé si esto ocurre en todas las sesiones de “La guerra de los mundos”. En la mía sí. Así que la emisión se detiene unos minutos (algo que yo no había visto desde que vi “Ben Hur” en el cine hace unos 30 años, a causa de una amenaza de bomba), y entonces llegan los camilleros y se llevan al espectador. La escena fue bastante tremenda, pero Spielberg es un genio a la hora de alternar lo trágico y lo cómico así que, para bajar la tensión, por orden del director norteamericano los dos señores que tenía sentados delante, y que en una hora no habían dicho ni mu, se pelean, y se separan cuatro butacas uno del otro. Uno de ellos murmura:
-A ver si ahora no voy a poder comer palomitas.
El otro, a su vez, farfulla:
-Es a ti a quien deberían llevarte en ambulancia.
Tengo una enorme capacidad para reírme en silencio, pero mi otra hermana, Núria, que me acompaña, no tiene la misma habilidad, así que por unos minutos temo que la cosa acabe mal. Por suerte, la emisión de la película se reanuda, aunque dado que el inicio de esa serie de gags había interrumpido el desarrollo de una tremebunda batalla, y el retorno del film coincide con una explosión de no sé qué, mi corazón está apunto de detenerse a causa del susto, por que a esas alturas yo ya había olvidado de qué había ido a ver yo en ese lugar.
Bueno, en fin, los acontecimientos se suceden. A mí me sorprende la escasez de medios con que los marcianos afrontan la destrucción de la raza humana, puesto que pretenden cargársenos de uno a uno. Coño, pero si hasta un escritor tan doméstico como Manel de Pedrolo, en su infravalorado “Mecanoscrit del segon origen”, ideó unos marcianos que acababan con todo la especie en unos pocos minutos gracias a un potente rayo. Los marcianos de Spielberg, en cambio, van disparando persona por persona, lo que permite a Tom Cruise y a su mierda de hija llegar hasta Boston, donde le espera toda su familia, a los que, por supuesto, no parece haberle sucedido nada. Hasta creí ver que el abuelo llevaba un cómodo jersey de lana y corbata y daba la impresión de haber estado tomando whiskies ante la chimenea, pasando de los marcianos.
¿En resumen? Bueno, admito que a mí sólo me impresionó una imagen: la del tren en llamas que pasa a toda velocidad, eso sí me pareció maravilloso. ¿El resto? Distraído, dos horas que pasan como si fueran 120 minutos, pero un inevitable “déja vu”. A estas alturas, quién no ha luchado alguna vez contra los marcianos. Yo ya lo hacía de adolescente en el Salón Recreativo Novedades.
¿Qué importancia tiene este recuerdo de mi adolescencia en el conjunto de las impresiones que me dejó “La guerra de los mundos”? Ninguna, lo admito, sólo quería contarlo. Hablando en serio de la película, diría que como guionista yo sería una nulidad, pues a los diez minutos deseaba con todas mis fuerzas que a la insoportable hija de Tom Cruise se la comieran cuanto antes los marcianos. Hacía mucho tiempo que no veía a una niña tan asesinable como esa histérica asquerosa.
Otro aspecto que me llamó la atención: Al inicio de la película, vemos a Tom Cruise en su puesto de trabajo, y ese es el de operario de una de esas gigantescas grúas portuarios que sirven para cargar y descargar barcos a base de manejar arriba y abajo todo tipo de palancas. Cuando en la película aparecen los primeros vehículos marcianos (“trípodes”, según mi hermana Jenny), yo pensé: “No, no, no son trípodes, son como grúas portuarias”. Y también pensé: “Tate, ya vas a ver que Tom Cruise va a salvar el mundo conduciendo gracias a su experiencia laboral una de esas grúas marcianas”. Hasta me imaginé la escena: Tom se introduce en una de las máquinas, observa los mandos y las palancas como reconociéndolas y entonces los marcianitos regresan de repente y Tom le da al contacto pero la grúa marciana no se pone en marcha. Durante unos angustiosos segundos, mientras los marcianos empiezan a subir las escaleras, Tom empieza a sudar dándole a la llave del contacto y, mientras, va hablándole a la máquina:
-Venga, venga, bonita, no me falles ahora.
Pues no. Esa escena sale en muchas películas, pero no en “La guerra de los mundos”. ¡Qué fallo! ¿Por qué se nos muestra a Tom Cruise conduciendo grúas humanas si luego no le dan la oportunidad de hacer lo mismo con grúas marcianas?
En fin. Cuando llevamos una hora de película, en la sala se oye un tremendo “uuuuuuhhhh”. Se trata de un señor al que le ha dado un patatús. No sé si esto ocurre en todas las sesiones de “La guerra de los mundos”. En la mía sí. Así que la emisión se detiene unos minutos (algo que yo no había visto desde que vi “Ben Hur” en el cine hace unos 30 años, a causa de una amenaza de bomba), y entonces llegan los camilleros y se llevan al espectador. La escena fue bastante tremenda, pero Spielberg es un genio a la hora de alternar lo trágico y lo cómico así que, para bajar la tensión, por orden del director norteamericano los dos señores que tenía sentados delante, y que en una hora no habían dicho ni mu, se pelean, y se separan cuatro butacas uno del otro. Uno de ellos murmura:
-A ver si ahora no voy a poder comer palomitas.
El otro, a su vez, farfulla:
-Es a ti a quien deberían llevarte en ambulancia.
Tengo una enorme capacidad para reírme en silencio, pero mi otra hermana, Núria, que me acompaña, no tiene la misma habilidad, así que por unos minutos temo que la cosa acabe mal. Por suerte, la emisión de la película se reanuda, aunque dado que el inicio de esa serie de gags había interrumpido el desarrollo de una tremebunda batalla, y el retorno del film coincide con una explosión de no sé qué, mi corazón está apunto de detenerse a causa del susto, por que a esas alturas yo ya había olvidado de qué había ido a ver yo en ese lugar.
Bueno, en fin, los acontecimientos se suceden. A mí me sorprende la escasez de medios con que los marcianos afrontan la destrucción de la raza humana, puesto que pretenden cargársenos de uno a uno. Coño, pero si hasta un escritor tan doméstico como Manel de Pedrolo, en su infravalorado “Mecanoscrit del segon origen”, ideó unos marcianos que acababan con todo la especie en unos pocos minutos gracias a un potente rayo. Los marcianos de Spielberg, en cambio, van disparando persona por persona, lo que permite a Tom Cruise y a su mierda de hija llegar hasta Boston, donde le espera toda su familia, a los que, por supuesto, no parece haberle sucedido nada. Hasta creí ver que el abuelo llevaba un cómodo jersey de lana y corbata y daba la impresión de haber estado tomando whiskies ante la chimenea, pasando de los marcianos.
¿En resumen? Bueno, admito que a mí sólo me impresionó una imagen: la del tren en llamas que pasa a toda velocidad, eso sí me pareció maravilloso. ¿El resto? Distraído, dos horas que pasan como si fueran 120 minutos, pero un inevitable “déja vu”. A estas alturas, quién no ha luchado alguna vez contra los marcianos. Yo ya lo hacía de adolescente en el Salón Recreativo Novedades.
1 Comments:
me ric
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