Restaurante chino
Anoche soñé que volvía al restaurante chino de mi juventud. Soñé que le decía a la Nueva:
-Hoy te llevaré al Indurain.
-¿Indurain? -preguntaba ella- ¿Qué es? ¿Un bar navarro?
-No -decía yo- Es el chino de mi juventud.
En efecto, el chino de mi juventud era para mí y para mis amigos El Indurain, como el ciclista. El restaurante chino tenía por supuesto un nombre oficial, aunque lo he olvidado si es que algún día lo supe. Se llamaría algo así como El loto azul o El Palacio de Bambú, alguno de esos nombres tan entrañables de la variopinta gastronomía china, pero para nosotros era El Indurain, por una de esas relaciones que uno establece alguna noche entre risas y licores chinos y risas y más risas, una de esas relaciones que permanece para siempre mientras que el motivo por el que un restaurante chino es bautizado como El Indurain se olvida sin más, porque eso en realidad no tiene importancia alguna.
Lo importante es que anoche soñé con volver al Indurain y en llevar allí a la Nueva. Eso sí parecía muy importante, era como llevar a la Nueva a mi perdida juventud. Y es que todos tenemos un restaurante chino en nuestra juventud, aquel chino que había al lado de la casa paterna (siempre he pensado que si no hay un chino al lado de la casa paterna, eso no son ni padres ni nada) y que tanto frecuéntabamos (el chino) para ahorrar y atiborrarnos de arroz frito con gambas y emborracharnos de licor chino que es como emborracharse con Bisolvón, pero es barato y cierra tarde.
Pues soñé que la Nueva y yo nos presentábamos sin más en El Indurain y que al abrir la puerta del restaurante comprobaba yo con emoción que, como siempre, no había casi nadie y que por entre las mesas ya se acercaba la bella Liu-Xing y que al llegar hasta nosotros no hacía las preguntas rituales, no preguntaba si éramos dos o cuarenta y seis, ni si queríamos cenar o tocar el tambor, sino que se arrodillaba ante mí y me tomaba de la mano y me decía entre sollozos:
-Señorito, señorito, ¡han pasado tantos años! ¡Se ha convertido usted en un hombrecito!
Lo cual a mí me violentaba de forma considerable y miraba de reojo a la Nueva en busca de ayuda, pero la Nueva no sabía si reír o ayudar a levantarse a Liu-Xing y presentarse diciendo “Hola, soy la Nueva”, o decirle “No llore más, buena mujer”, pero no hacía ni una cosa ni la otra, y allí el sueño ya descarrilaba y aparecían platos y más platos de arroz frito con gambas, montañas de arroz fritos con gambas que la Nueva y yo devorábamos con fruición y botellas y más botellas de Bisolvón chino de las que dábamos buena cuenta contando chistes y Liu-Xing dejaba por fin de llorar y creo que al final hasta aparecía Miguel Indurain.
-Hoy te llevaré al Indurain.
-¿Indurain? -preguntaba ella- ¿Qué es? ¿Un bar navarro?
-No -decía yo- Es el chino de mi juventud.
En efecto, el chino de mi juventud era para mí y para mis amigos El Indurain, como el ciclista. El restaurante chino tenía por supuesto un nombre oficial, aunque lo he olvidado si es que algún día lo supe. Se llamaría algo así como El loto azul o El Palacio de Bambú, alguno de esos nombres tan entrañables de la variopinta gastronomía china, pero para nosotros era El Indurain, por una de esas relaciones que uno establece alguna noche entre risas y licores chinos y risas y más risas, una de esas relaciones que permanece para siempre mientras que el motivo por el que un restaurante chino es bautizado como El Indurain se olvida sin más, porque eso en realidad no tiene importancia alguna.
Lo importante es que anoche soñé con volver al Indurain y en llevar allí a la Nueva. Eso sí parecía muy importante, era como llevar a la Nueva a mi perdida juventud. Y es que todos tenemos un restaurante chino en nuestra juventud, aquel chino que había al lado de la casa paterna (siempre he pensado que si no hay un chino al lado de la casa paterna, eso no son ni padres ni nada) y que tanto frecuéntabamos (el chino) para ahorrar y atiborrarnos de arroz frito con gambas y emborracharnos de licor chino que es como emborracharse con Bisolvón, pero es barato y cierra tarde.
Pues soñé que la Nueva y yo nos presentábamos sin más en El Indurain y que al abrir la puerta del restaurante comprobaba yo con emoción que, como siempre, no había casi nadie y que por entre las mesas ya se acercaba la bella Liu-Xing y que al llegar hasta nosotros no hacía las preguntas rituales, no preguntaba si éramos dos o cuarenta y seis, ni si queríamos cenar o tocar el tambor, sino que se arrodillaba ante mí y me tomaba de la mano y me decía entre sollozos:
-Señorito, señorito, ¡han pasado tantos años! ¡Se ha convertido usted en un hombrecito!
Lo cual a mí me violentaba de forma considerable y miraba de reojo a la Nueva en busca de ayuda, pero la Nueva no sabía si reír o ayudar a levantarse a Liu-Xing y presentarse diciendo “Hola, soy la Nueva”, o decirle “No llore más, buena mujer”, pero no hacía ni una cosa ni la otra, y allí el sueño ya descarrilaba y aparecían platos y más platos de arroz frito con gambas, montañas de arroz fritos con gambas que la Nueva y yo devorábamos con fruición y botellas y más botellas de Bisolvón chino de las que dábamos buena cuenta contando chistes y Liu-Xing dejaba por fin de llorar y creo que al final hasta aparecía Miguel Indurain.
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