martedì, marzo 14, 2006

Me corto el pelo una y otra vez

Hasta hace dos años yo era como aquel personaje de la canción de El Ultimo de la Fila que decía que “me corto el pelo una y otra vez”. A mí me encantaba ir como el muñeco de Big Jim, vaya, con el pelo muy corto, en plan cepillo. Me gustaban las barberías de barrio (barberías, eh, no peluquerías), de esas en las que entras y te dicen “Bueenas” y en una mesilla tienen números atrasados del “Interviú” y del “El Jueves” y un espejo enorme y tres sillas, dos de ellas siempre ocupadas, una por un niño al que peinan como para una primera comunión de los años 30 y otra por un anciano calvo que se hace cortar los pelos inexistentes y que al irse se despide de todos cómo sabiendo que esa ya es la última vez. Yo me sentaba en la silla vacía y un barbero me preguntaba invariablemente “¿Como siempre?”, aunque es posible que yo jamás hubiera entrado allí, y yo decía “Sí, al dos, por favor”, y me leía “El Jueves” y disfrutaba al ver como mis propios cabellos caían encima de la revista y malignamente los iba encerrando entre las páginas, como quien deja los pétalos de una rosa dentro de un libro para que se marchiten con el tiempo, vaya tontería.
Pero todo eso ya es pasado. Hace dos años que no voy a la barbería.

-¿Por qué llevas esas greñas? -me preguntó un día la Nueva.
-Es una larga historia -dije yo.
-Cuéntamela -dijo ella.

Y se la conté. El problema, le conté, es que ya no puedo entrar en las barberías. Hace dos años, paseando por la Gran Vía, encontré una en la que jamás había estado y pensé que era un buen momento para cortarme el pelo otra vez. Entré e inmediatamente noté la sensación más horripilante que jamás había experimentado en la vida. El suelo estaba alfombrado por dos o tres centímetros de los cabellos de los clientes que habían ido pasando por allí durante toda la mañana, cabellos canos, negros, rubios y castaños, teñidos o no, en tirabuzones o sin ellos. Y era verano, y yo llevaba sandalias y sin calcetines, porque no soy francés. Y los pelos se me metieron entre los dedos de los pies, como la puta arena de la playa, pero calentitos, cosquilleantes y gusaneantes. Salí de allí como se sale del mar frío, dando saltitos tontos y diciendo “ay, ay”, y convencido de que jamás podría volver a entrar en una barbería sin que ese monstruoso recuerdo me produjera incontrolables náuseas y vómitos y con el pelo sin cortar y con la convicción de convertirme en hippy, al menos capilarmente.

-Bueno, no vayas a las barberías de barrio. Hay peluquerías, limpias y modernas -dijo la Nueva.
-¡Ja! ¡Peluquerías modernas! -protesté yo- Eso sería como dejarse cortar el pelo por Ferran Adrià.

2 Comments:

Anonymous Anonimo said...

Ese cabello te confiere ese aire de poeta maldito. Yo te conocí con sin pelo y no detecto cambios en la calidad de tus escritos. Podemos decir pues que la falta de pelo no te debilita, al contrario que a Sandokan.

8:09 PM  
Blogger Jordi said...

Me ric much. Quiero hacer constar que el amigo de Sandokán se llamaba Giro Batol, me encantaba ese nombre, de pequeño me hubiera gustado llamarme Giro Batol.

10:26 AM  

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