Reformas
A la Nueva y a mí nos dio por hacer reformas en el baño. Lo admito, es una idea descabellada y cara, pero a veces, en la vida, uno tiene que arriesgarse y dar un paso al frente y gritar sin miedo: “¡Voy a reformar el baño! ¡Coño!”. Durante días, recogimos informaciones y catálogos, recorrimos tiendas especializadas y ferias del sector, contactamos con todo tipo de albañiles y hasta consultamos a un japonés experto en ese arte cuyo nombre jamás recuerdo (¿Feng Shui, quizá?) que permite situar los objetos, muebles, paredes y ventanas de la forma más idónea para que, en el caso concreto de un baño, a la hora de ducharse, por ejemplo, los espíritus positivos influyan mejor sobre la roña que lleves en el cuerpo y los espíritus malignos se vayan por el desagüe.
Tras sufrir muchas decepciones y recibir varios desaires, hallamos lo que buscábamos: el baño perfecto y la grifería deseada, a unos precios ajustados, en una tienda ideal regentada por el profesional sin tacha que, por si fuera poco, nos proporcionaba al albañil soñado. Satisfechos, pagamos por adelantado y el vendedor nos dio un número de teléfono:
-Es el número del señor Venancio, el albañil -nos dijo- Llamadle y poneos de acuerdo para el día y la hora en que mejor os vaya.
Eso fue el viernes por la tarde. Esta mañana, lunes, felices como unas pascuas, hemos llamado al señor Venancio. Se ha puesto su mujer, que nos ha comunicado, entre sollozos, que su marido murió anoche a causa de no sé qué inesperados pólipos salvajes. Por supuesto, le hemos dado nuestras más sinceras condolencias. Hace un rato he llamado a la tienda ideal. Están rotos, por supuesto. El señor Venancio llevaba años trabajando para ellos y, claro, era ya como de la familia. He quedado en volver a llamar la semana que viene, no es cuestión de molestar en estos tristes momentos con cuestiones tan mundanas como nuestro nuevo baño, pero ya me han avisado que será difícil encontrar un albañil tan competente como el difunto.
Ay, la muerte, me he dicho tontamente a mí mismo, mientras tumbado en el sofá contemplaba el blanco techo de nuestro hogar y dejaba volar mis pensamientos. Y he recordado que, en mi juventud, trabajé brevemente en la redacción de un semanario deportivo. Una de mis tareas, los domingos, consistía en llamar a los corresponsales para conseguir las crónicas de los partidos jugados ese día. Me ocupaba yo del fútbol más modesto, nada de Barça o de Madrid, no; las crónicas que yo recopilaba narraban, por ejemplo, las proezas del Mangonells Atlètic en el campo del Esportiu Sucarons. Una tarde, llamé al veterano corresponsal que teníamos en Mangonells. Se puso su nieto.
-Buenas tardes -dije- Quería hablar con el señor Ramón, para la crónica del partido.
-Es que mi abuelo se murió el miércoles.
-¡Vaya! -dije, sin que me salieran más palabras, ni de consuelo ni deportivas.
-Pero no se preocupe -dijo el nieto del señor Ramon- La crónica se la daré yo.
¡Qué familia tan profesional!, pensé. En fin. Entre otras muertes inesperadas y la previsible ausencia de ventas en los kioscos, aquel semanario cerró pronto sus puertas, dejándonos a deber poco sustanciosas cantidades que, sin embargo, reclamamos por vía judicial para lo que contratamos los servicios de un abogado laboralista, el señor Murciano, que muy eficazmente inició los trámites para presentar nuestras denuncias. Regularmente, contactaba yo con el señor Murciano, en mi condición de miembro del Comité de Empresa del fenecido semanario. Un día le llamé, pues había recibido unas informaciones que podían ser muy valiosas en nuestro proceso judicial.
-Desearía hablar con el señor Murciano -le dije a su secretaria.
-El señor Murciano falleció la semana pasada -me informó amablemente.
En fin, que recordaba yo todo esto esta mañana mientras en el sofá contemplaba nuestro blanco techo y unas incipientes ganas de utilizar el viejo baño de siempre, y me temo que será el mismo por mucho tiempo, nacían en mi cuerpo viejo y cansado. Ay, la muerte, repetí refunfuñando arrastrando mis pantunflas por el pasillo.
Tras sufrir muchas decepciones y recibir varios desaires, hallamos lo que buscábamos: el baño perfecto y la grifería deseada, a unos precios ajustados, en una tienda ideal regentada por el profesional sin tacha que, por si fuera poco, nos proporcionaba al albañil soñado. Satisfechos, pagamos por adelantado y el vendedor nos dio un número de teléfono:
-Es el número del señor Venancio, el albañil -nos dijo- Llamadle y poneos de acuerdo para el día y la hora en que mejor os vaya.
Eso fue el viernes por la tarde. Esta mañana, lunes, felices como unas pascuas, hemos llamado al señor Venancio. Se ha puesto su mujer, que nos ha comunicado, entre sollozos, que su marido murió anoche a causa de no sé qué inesperados pólipos salvajes. Por supuesto, le hemos dado nuestras más sinceras condolencias. Hace un rato he llamado a la tienda ideal. Están rotos, por supuesto. El señor Venancio llevaba años trabajando para ellos y, claro, era ya como de la familia. He quedado en volver a llamar la semana que viene, no es cuestión de molestar en estos tristes momentos con cuestiones tan mundanas como nuestro nuevo baño, pero ya me han avisado que será difícil encontrar un albañil tan competente como el difunto.
Ay, la muerte, me he dicho tontamente a mí mismo, mientras tumbado en el sofá contemplaba el blanco techo de nuestro hogar y dejaba volar mis pensamientos. Y he recordado que, en mi juventud, trabajé brevemente en la redacción de un semanario deportivo. Una de mis tareas, los domingos, consistía en llamar a los corresponsales para conseguir las crónicas de los partidos jugados ese día. Me ocupaba yo del fútbol más modesto, nada de Barça o de Madrid, no; las crónicas que yo recopilaba narraban, por ejemplo, las proezas del Mangonells Atlètic en el campo del Esportiu Sucarons. Una tarde, llamé al veterano corresponsal que teníamos en Mangonells. Se puso su nieto.
-Buenas tardes -dije- Quería hablar con el señor Ramón, para la crónica del partido.
-Es que mi abuelo se murió el miércoles.
-¡Vaya! -dije, sin que me salieran más palabras, ni de consuelo ni deportivas.
-Pero no se preocupe -dijo el nieto del señor Ramon- La crónica se la daré yo.
¡Qué familia tan profesional!, pensé. En fin. Entre otras muertes inesperadas y la previsible ausencia de ventas en los kioscos, aquel semanario cerró pronto sus puertas, dejándonos a deber poco sustanciosas cantidades que, sin embargo, reclamamos por vía judicial para lo que contratamos los servicios de un abogado laboralista, el señor Murciano, que muy eficazmente inició los trámites para presentar nuestras denuncias. Regularmente, contactaba yo con el señor Murciano, en mi condición de miembro del Comité de Empresa del fenecido semanario. Un día le llamé, pues había recibido unas informaciones que podían ser muy valiosas en nuestro proceso judicial.
-Desearía hablar con el señor Murciano -le dije a su secretaria.
-El señor Murciano falleció la semana pasada -me informó amablemente.
En fin, que recordaba yo todo esto esta mañana mientras en el sofá contemplaba nuestro blanco techo y unas incipientes ganas de utilizar el viejo baño de siempre, y me temo que será el mismo por mucho tiempo, nacían en mi cuerpo viejo y cansado. Ay, la muerte, repetí refunfuñando arrastrando mis pantunflas por el pasillo.
3 Comments:
Em sembla que ja t´ho vaig dir. No et fiquis amb el feng-shui!
en la línia de la filosofia horiental, avui ha començat amb un mandala. I ara no em diguis que no saps què és, eh?
Sí funciona...
Evidentment sé qué és un mandala. Dícese de la planta de las mandarinas.
Hi! Just want to say what a nice site. Bye, see you soon.
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