En la consulta
Visité hoy al médico, no como acto de cortesía pues no le conocía de nada, sino porque realmente me encontraba mal. Me dolía la garganta, tenía sequedad en los ojos y me zumbaban los oídos. “Un resfriado”, dirán ustedes, pero ni ustedes ni yo somos médicos más que de oídas, así que quise consultar a un profesional. Este acto es, sin embargo, un proceso mortificante para mí. Ya en la sala de espera veo que la multitud que me precede está allí simplemente para chincharme, pues su aspecto general es ciertamente saludable. Hablan y ríen entre ellos, ojean revistas del corazón y publicaciones científicas con auténtico interés y aprovechamiento y hasta dedican el tiempo para mandar mensajes por el móvil a los cuñados que, expectantes, aguardan noticias en casa. Yo, en cambio, apenas puedo sostenerme en la silla -cuando la encuentro- y cierro los ojos en la falsa creencia de que en la oscuridad el tiempo pasa más rápido.
Cuando al final me llaman, todo es un engaño; no es mi turno, es que la enfermera quiere comprobar unos datos: mi verdadero código postal, como si eso fuera una variable a la hora de tener en cuenta para, vete a saber cuándo, la eminencia médica que se mantiene encerrada a cal y canto en su despacho decida emitir un diagnóstico sobre mi agonía. Al cabo de un largo rato vuelven a llamarme. Bueno, eso creo yo, mis zumbantes oídos y la galleta príncipe que asoma del gaznate de la enfermera me confunden, a quien llaman es a otro, un tipo que que se levanta jovial y sonriente. Si está enfermo, será algo leve y mental.
Pero al final todo llega y mi turno también. Me presento ante el médico, que sin mirarme me pregunta: “¿Qué le ocurre?”. Qué desilusión, siempre he soñado con un médico que, como Sherlock Holmes, diagnostique mi enfermedad y prescriba su tratamiento con un simple vistazo a la palidez de mis mejillas y a los restos de tiza de la manga de mi americana. ¡No! Hay que contarle al médico lo que le ocurre a uno y es en ese momento cuando olvido detalles y confundo dolores, equivoco síntomas y mezclo medicaciones ya tomadas con enfermedades pasadas.
“Mmmm”, asegura siempre el médico.”¿Le duele el brazo derecho?”, me pregunta. “Sí”, digo yo. “¿Y el izquierdo?”, añade. “No”, afirmo. “Ya veo. Vaya que le hagan una placa de cadera izquierda”, determina. “¿Y mi resfriado?”, pregunto yo. “No, usted no está resfriado. Habrá que averiguar lo que le pasa. Es posible que sea reumático, quizá traumático. Podría tratarse de algo automático o incluso psicosomático. Su aspecto y sus dolores en el brazo derecho así me lo indican”.
Sé que el doctor se equivoca. Esgrimo mi condición de esgrimista y el hecho de que soy diestro para justificar mis molestias en el brazo derecho. Ya no me escucha. Me da una receta. Debo tomar varios kilos de calcio y un raro medicamento de valor incalculable que no entra en la Seguridad Social. Que no beba ni una gota de alcohol y que vuelva con la placa lo antes posible, ordena tajante. Salgo de allí desencajado, pero con las primeras gotas de agua sobre mi frente -llueve a mares, claro está- empiezo a sentirme mejor, entro en un bar y pido un vermouth.
Cuando al final me llaman, todo es un engaño; no es mi turno, es que la enfermera quiere comprobar unos datos: mi verdadero código postal, como si eso fuera una variable a la hora de tener en cuenta para, vete a saber cuándo, la eminencia médica que se mantiene encerrada a cal y canto en su despacho decida emitir un diagnóstico sobre mi agonía. Al cabo de un largo rato vuelven a llamarme. Bueno, eso creo yo, mis zumbantes oídos y la galleta príncipe que asoma del gaznate de la enfermera me confunden, a quien llaman es a otro, un tipo que que se levanta jovial y sonriente. Si está enfermo, será algo leve y mental.
Pero al final todo llega y mi turno también. Me presento ante el médico, que sin mirarme me pregunta: “¿Qué le ocurre?”. Qué desilusión, siempre he soñado con un médico que, como Sherlock Holmes, diagnostique mi enfermedad y prescriba su tratamiento con un simple vistazo a la palidez de mis mejillas y a los restos de tiza de la manga de mi americana. ¡No! Hay que contarle al médico lo que le ocurre a uno y es en ese momento cuando olvido detalles y confundo dolores, equivoco síntomas y mezclo medicaciones ya tomadas con enfermedades pasadas.
“Mmmm”, asegura siempre el médico.”¿Le duele el brazo derecho?”, me pregunta. “Sí”, digo yo. “¿Y el izquierdo?”, añade. “No”, afirmo. “Ya veo. Vaya que le hagan una placa de cadera izquierda”, determina. “¿Y mi resfriado?”, pregunto yo. “No, usted no está resfriado. Habrá que averiguar lo que le pasa. Es posible que sea reumático, quizá traumático. Podría tratarse de algo automático o incluso psicosomático. Su aspecto y sus dolores en el brazo derecho así me lo indican”.
Sé que el doctor se equivoca. Esgrimo mi condición de esgrimista y el hecho de que soy diestro para justificar mis molestias en el brazo derecho. Ya no me escucha. Me da una receta. Debo tomar varios kilos de calcio y un raro medicamento de valor incalculable que no entra en la Seguridad Social. Que no beba ni una gota de alcohol y que vuelva con la placa lo antes posible, ordena tajante. Salgo de allí desencajado, pero con las primeras gotas de agua sobre mi frente -llueve a mares, claro está- empiezo a sentirme mejor, entro en un bar y pido un vermouth.
4 Comments:
¡Qué más curativo que empaparse y beber unas copas! En otro orden de ideas ¿No resulta algo sospechoso eso de que no se pueda beber alcohol cuando se toman antibióticos? A mi me suena más bien a una treta de los médicos en pos de la sobriedad universal.
Para cuándo un libro con todas tus historias de médicos? O con todas tus historias, por qué no? Espero que me dediques un ejemplar.
¿Escribo mucho sobre médicos? No era conciente de ello. ¿Un libro? ¿Pero no decían que eso de los libros estaba desfasado, como Steve Jobs?
Questo commento è stato eliminato dall'autore.
Posta un commento
<< Home