venerdì, luglio 08, 2005

En York

A mediodía me levanté, me tragué con dificultad un infecto mejunje en un pequeño restaurante vietnamita cerca del hotel y paseé por York, la capital romana de la Gran Bretaña, a la que me habían llegado mis indecisos pasos turísticos de aquel verano. Al parecer, los romanos de la Gran Bretaña eran grandes amantes de los souvenirs, porque York estaba infectado de ellos. Las murallas, el gran reclamo turístico de la ciudad, eran más bien decepcionantes y, al igual que las tiendas de souvenirs, daban la impresión de haber sido construidas la semana anterior. Me senté en el césped ante la Clifford Tower, otra de las maravillas de York, que me pareció pequeña, fea y de nulo interés, y busqué en mi cartera hasta encontrar la foto de Abril.
Contemplé la foto unos instantes y, ante mi sorpresa, no sentí ni un nudo en el estómago ni un calor infernal en mis pulmones ni se me aceleró el corazón. De acuerdo, era una foto carné y Abril no salía demasiado agraciada, pero sin duda era Abril.
Sentí algo parecido a la tranquilidad. Pensé que en York había dormido ya dos veces como un lirón por primera vez en muchas semanas y que la noche anterior incluso había reído como un tontaina, feliz y despreocupado, cantado en el pub de Gerald que “the robin is the male and the farthing is the female”. Me acordé de Gerald, de sus hermanos Mortimer y Jonathan, de la señora Helen, del joven Peter. Contemplé el césped que se extendía delante de mí. Pensé que quizá en York podría ser feliz y empezar una nueva vida. Conocería a una buena muchacha y ambos formaríamos una familia con muchos niños. Podríamos comprar unos acres de terreno y criar vacas, como en el Oeste.
Empezó a llover. Deja de pensar chorradas, me dije. Qué coño debe ser un acre.