En busca de respuestas
¡Qué extrañas conexiones mentales formamos a veces de manera inconsciente! Cuando me comunicaron que Sugranyes había fallecido, atropellado por un tren en Sant Vicenç de Calders, lo primero en lo que pensé fue en aquella tarde en la que sentenció tan inefable como siempre:
—¡Olvídate de Abril! ¡No seas papanatas! Las mujeres son como los trenes, detrás de uno llega otro. Si pierdes uno, súbete al siguiente.
Nunca supimos qué hacía Sugranyes en la estación de Renfe de Sant Vicenç de Calders ni, por supuesto, qué hacía en medio de la vía, coincidiendo con la llegada del semidirecto de las 16.45. La investigación oficial concluyó que se había tratado de un suicidio. Nunca consideré a Sugranyes como un amigo especialmente preferido, aunque durante toda mi vida me hubiera hecho diversos e importantes favores. En realidad, yo odiaba ese paternalismo tan suyo con el que me trataba, como cuando me calificó de papanatas y comparó a Abril con un tren. Era de esas personas que te acompañan durante toda tu vida y no llegas nunca a entender por qué, pues sus inquietudes y las tuyas no coinciden en nada; a Sugranyes, por ejemplo, le entusiasmaba hojear catálogos de coches y hablar de cuestiones fiscales, temas que a mí me repugnan.
Sin embargo, mientras mossèn Botubot daba su adiós al fallecido en el tanatorio de Sancho Gracia, y yo observaba de reojo a Abril, más bella que nunca y llegada expresamente de Groningen para el funeral, qué bello detalle el suyo, llegué a la conclusión de que le debía algo a mi amigo, y ese algo era dejar claras las circunstancias de su muerte. Porque nadie que conociera a Sugranyes podía creer en la idea del suicidio.
Consideré que mi deber era comunicar al padre de Sugranyes mis propósitos, para mitigar en lo que pudiera su comprensible dolor. Así que me acerqué al anciano y le expliqué detalladamente mis intenciones.
—Por mí como si le desentierra —dijo él.
No niego que una respuesta tan insensible me sorprendió, pero en realidad yo desconocía cuáles podían ser las relaciones de Sugranyes con su padre, al que apenas había visto tres o cuatro veces en mi vida y siempre en encuentros fugaces. El anciano me miró con una sonrisa que me pareció cínica.
—Ah, ahora sé quién es usted. El amigo de Federico —dijo.
¿Federico?, pensé yo. Claro, Sugranyes se llamaba Federico, aunque yo jamás le llamé por su nombre de pila, costumbres colegiales. Era lógico que el padre de Sugranyes no llamara a su hijo por su apellido, pensé tontamente.
—Otro cretino de tomo y lomo —añadió el padre de Sugranyes.
—¿Perdón? —dije yo como si no hubiera entendido el insulto.
—Sí, hombre, sí, es usted ese cretino que llamaba a Federico cada dos por tres para pedirle favores. Todo el mundo llamaba a Federico para pedirle favores. Todo el mundo, todos. Hasta de Bélgica le llamaban.
Comprendí que desvariaba y justamente en ese momento se acercó la clásica tía de todas las familias que, guinándome un ojo, se llevó al anciano, tomándole del brazo y hablándole con amabilidad:
—Eulogio, vamos, tienes que tomar ya el Pinobotulín Conflex.
Me despedí de Abril, que esa misma tarde volaba de retorno a Groningen, y de un par de conocidos lejanos y me alejé del tanatorio con una extraña sensación de vacío. A la mañana siguiente, y gracias a ciertos contactos, obtuve una copia de los informes policiales y de la Renfe acerca de la muerte de Sugranyes. El de la Renfe no aportaba nada, excepto algunos detalles técnicos que no entendí en absoluto y que obviaré. El de la policía, firmado por el inspector Mansilla Caravaca, incluía por el contrario la declaración de dos testigos que, presentes en la estación de Sant Vicenç de Calders, habían visto cómo mi amigo Sugranyes había bajado a la vía y se había sentado en ella leyendo, según especificaba el informe, un ejemplar del diario Sport, pese a los insistentes avisos de esos dos testigos de que se acercaba el semidirecto de las 16.45. Dadas esas circunstancias, el inspector Mansilla Caravaca concluía tajantemente que Federico Sugranyes se había quitado la vida voluntariamente.
Un detalle de la declaración de los dos testigos me llamó vivamente la atención: que Sugranyes leyera un ejemplar de Sport en el momento de su muerte. Eso era imposible; mi amigo era un madridista acérrimo y jamás se le habría ocurrido leer ese diario, él sólo leía el As y, en su defecto, el Marca. Sea como fuera, en ningún caso se habría puesto a leer un diario deportivo en la vía del tren mientras se acercaba un semidirecto, de eso estoy seguro. Y además… ¿qué coño hacía Sugranyes en Sant Vicenç de Calders? Si en algo nos parecíamos Sugranyes y yo era en nuestra condición de urbanitas radicales. Jamás se nos acudiría ir a Sant Vicenç de Calders, de hecho estoy seguro de que Sugranyes desconocía dónde se encuentra dicha población, como lo desconozco yo aún ahora.
Me encontraba en un callejón sin salida, que es una frase que no puede faltar nunca en un cuento de ambiente policial. Reflexioné un poco y me di cuenta de que, con Sugranyes muerto y enterrado, ya no tenía a nadie a quien consultar mis dudas. Tenía que salir adelante yo solo. Decidí así que quizá si hablaba con los testigos de la muerte de mi amigo obtendría algún detalle que se le hubiera pasado por alto a la policía. Pero ay, en este valle de lágrimas jamás he tenido suerte, los testigos no eran catalanes, ni siquiera españoles, sino belgas, vivían en Bruselas: el matrimonio Vercruyssen, Aloyssius Vercruyssen y su esposa Mirabelle Vercruyssen, con residencia en el número 27 de la plaza Pfaff.
La distancia y el dinero no debían detener mi búsqueda de respuestas, me dije. Se lo debía a Sugranyes. Así que aprovechando el puente de la Purísima viajé a Bruselas, ciudad gris que me acogió con una lluvia insistente. Sin tiempo que perder, me dirigí a la plaza Pfaff y allí me recibieron los Vercruyssen, una pareja desigual: ella, joven y bellísima; él le doblaba la edad y era enorme, feo, enrojecido y granujiento, víctima sin duda de los devastadores efectos del alcohol.
Los Vercruyssen se mostraron amables desde el primer momento, expresaron sus condolencias al saber que yo era amigo de Sugranyes y afirmaron encontrarse aún bajo el estado de shock que representó para ellos presenciar cómo el semidirecto de las 16.45 destrozaba el cuerpo de aquel señor. La pareja me pareció encantadora; tras hablar del suceso, me invitaron a unas copas y hablamos de lo divino y de lo humano, por ejemplo de la magnífica colección de 200 o 300 pitufos que poseía Mirabelle y que tan orgullosa me mostró. Sin embargo, de vez en cuando venía a mi memoria el rostro de Sugranyes.
—¡Es que me parece tan imposible que Sugranyes se suicidara! —dije en un momento dado— ¡Y menos leyendo el Sport! El, que era tan merengón. ¡Eso no se lo cree nadie!
Los Vercruyssen se miraron entre sí. Entonces no di importancia a esa mirada, pero luego, repasando los acontecimientos de esa tarde, ya noche, me pareció increíble que no me hubiera alertado. A los pocos minutos, Vercruyssen alegó una jaqueca repentina para retirarse un rato y, aunque intenté despedirme, Mirabelle insistió en que me quedara tomando una última copa. Acepté a regañadientes, pero admito que sin tantos reparos acepté luego las caricias que la belga empezó a prodigarme al quedarnos solos. En pocos minutos nos vimos envueltos en un revoltijo de cuerpos y sudores, los suyos y los míos, mientras Vercruyssen calmaba su jaqueca en su habitación. Mirabelle era una amante excepcional, posiblemente muy acostumbrada a esa situaciones tan insólitas. Yo, menos experimentado en el mundo de lo extraño, pretendía no pensar en la presencia de Vercruyssen en la habitación contigua. Tomé en mis brazos a Mirabelle, la acosté en el sofá y empecé a besarla la cara con pasión. No sé exactamente qué es lo que me alertó: quizá la fuerza algo violenta con la que Mirabelle se agarró a mi cuello, como si quisiera inmovilizarme; o quizá esa mirada furtiva que descubrí en ella hacia mi espalda; lo cierto es que tuve la certeza de un peligro inminente y, huyendo del abrazo de Mirabelle, me dejé caer a un lado derecha, hacia el suelo, justo a tiempo para ver cómo el puñal de Vercruyssen, dirigido hacia mi espalda, se clavaba violentamente en el corazón de su esposa.
El belga y yo permanecimos en silencio unos segundos, más de los necesarios para constatar que Mirabelle estaba muerta. Vercruyssen había caído de rodillas ante el cuerpo de su mujer, anodadado, incapaz de reaccionar, ensuciándose con la sangre que empezaba a empapar el sofá. Yo decidí desaparecer para siempre de esa casa de la plaza Pfaff sin hacer más preguntas.
Al día siguiente vi en la televisión belga la noticia de la detención de Aloyssius Vercruyssen por el asesinato de su esposa. Meses más tarde me enteré de que había sido condenado. Aún debe seguir en prisión y posiblemente morirá allí. Yo me marché de Bruselas ese mismo día. Al llegar al primer cruce de autopistas tomé la dirección que, sin querer confesármelo a mí mismo, había querido tomar desde aquella mañana en el tanatorio de Sancho Gracia. Me fui a Groningen, en busca de Abril.
Antepenúltimo capítulo de “El día que me quieras”
—¡Olvídate de Abril! ¡No seas papanatas! Las mujeres son como los trenes, detrás de uno llega otro. Si pierdes uno, súbete al siguiente.
Nunca supimos qué hacía Sugranyes en la estación de Renfe de Sant Vicenç de Calders ni, por supuesto, qué hacía en medio de la vía, coincidiendo con la llegada del semidirecto de las 16.45. La investigación oficial concluyó que se había tratado de un suicidio. Nunca consideré a Sugranyes como un amigo especialmente preferido, aunque durante toda mi vida me hubiera hecho diversos e importantes favores. En realidad, yo odiaba ese paternalismo tan suyo con el que me trataba, como cuando me calificó de papanatas y comparó a Abril con un tren. Era de esas personas que te acompañan durante toda tu vida y no llegas nunca a entender por qué, pues sus inquietudes y las tuyas no coinciden en nada; a Sugranyes, por ejemplo, le entusiasmaba hojear catálogos de coches y hablar de cuestiones fiscales, temas que a mí me repugnan.
Sin embargo, mientras mossèn Botubot daba su adiós al fallecido en el tanatorio de Sancho Gracia, y yo observaba de reojo a Abril, más bella que nunca y llegada expresamente de Groningen para el funeral, qué bello detalle el suyo, llegué a la conclusión de que le debía algo a mi amigo, y ese algo era dejar claras las circunstancias de su muerte. Porque nadie que conociera a Sugranyes podía creer en la idea del suicidio.
Consideré que mi deber era comunicar al padre de Sugranyes mis propósitos, para mitigar en lo que pudiera su comprensible dolor. Así que me acerqué al anciano y le expliqué detalladamente mis intenciones.
—Por mí como si le desentierra —dijo él.
No niego que una respuesta tan insensible me sorprendió, pero en realidad yo desconocía cuáles podían ser las relaciones de Sugranyes con su padre, al que apenas había visto tres o cuatro veces en mi vida y siempre en encuentros fugaces. El anciano me miró con una sonrisa que me pareció cínica.
—Ah, ahora sé quién es usted. El amigo de Federico —dijo.
¿Federico?, pensé yo. Claro, Sugranyes se llamaba Federico, aunque yo jamás le llamé por su nombre de pila, costumbres colegiales. Era lógico que el padre de Sugranyes no llamara a su hijo por su apellido, pensé tontamente.
—Otro cretino de tomo y lomo —añadió el padre de Sugranyes.
—¿Perdón? —dije yo como si no hubiera entendido el insulto.
—Sí, hombre, sí, es usted ese cretino que llamaba a Federico cada dos por tres para pedirle favores. Todo el mundo llamaba a Federico para pedirle favores. Todo el mundo, todos. Hasta de Bélgica le llamaban.
Comprendí que desvariaba y justamente en ese momento se acercó la clásica tía de todas las familias que, guinándome un ojo, se llevó al anciano, tomándole del brazo y hablándole con amabilidad:
—Eulogio, vamos, tienes que tomar ya el Pinobotulín Conflex.
Me despedí de Abril, que esa misma tarde volaba de retorno a Groningen, y de un par de conocidos lejanos y me alejé del tanatorio con una extraña sensación de vacío. A la mañana siguiente, y gracias a ciertos contactos, obtuve una copia de los informes policiales y de la Renfe acerca de la muerte de Sugranyes. El de la Renfe no aportaba nada, excepto algunos detalles técnicos que no entendí en absoluto y que obviaré. El de la policía, firmado por el inspector Mansilla Caravaca, incluía por el contrario la declaración de dos testigos que, presentes en la estación de Sant Vicenç de Calders, habían visto cómo mi amigo Sugranyes había bajado a la vía y se había sentado en ella leyendo, según especificaba el informe, un ejemplar del diario Sport, pese a los insistentes avisos de esos dos testigos de que se acercaba el semidirecto de las 16.45. Dadas esas circunstancias, el inspector Mansilla Caravaca concluía tajantemente que Federico Sugranyes se había quitado la vida voluntariamente.
Un detalle de la declaración de los dos testigos me llamó vivamente la atención: que Sugranyes leyera un ejemplar de Sport en el momento de su muerte. Eso era imposible; mi amigo era un madridista acérrimo y jamás se le habría ocurrido leer ese diario, él sólo leía el As y, en su defecto, el Marca. Sea como fuera, en ningún caso se habría puesto a leer un diario deportivo en la vía del tren mientras se acercaba un semidirecto, de eso estoy seguro. Y además… ¿qué coño hacía Sugranyes en Sant Vicenç de Calders? Si en algo nos parecíamos Sugranyes y yo era en nuestra condición de urbanitas radicales. Jamás se nos acudiría ir a Sant Vicenç de Calders, de hecho estoy seguro de que Sugranyes desconocía dónde se encuentra dicha población, como lo desconozco yo aún ahora.
Me encontraba en un callejón sin salida, que es una frase que no puede faltar nunca en un cuento de ambiente policial. Reflexioné un poco y me di cuenta de que, con Sugranyes muerto y enterrado, ya no tenía a nadie a quien consultar mis dudas. Tenía que salir adelante yo solo. Decidí así que quizá si hablaba con los testigos de la muerte de mi amigo obtendría algún detalle que se le hubiera pasado por alto a la policía. Pero ay, en este valle de lágrimas jamás he tenido suerte, los testigos no eran catalanes, ni siquiera españoles, sino belgas, vivían en Bruselas: el matrimonio Vercruyssen, Aloyssius Vercruyssen y su esposa Mirabelle Vercruyssen, con residencia en el número 27 de la plaza Pfaff.
La distancia y el dinero no debían detener mi búsqueda de respuestas, me dije. Se lo debía a Sugranyes. Así que aprovechando el puente de la Purísima viajé a Bruselas, ciudad gris que me acogió con una lluvia insistente. Sin tiempo que perder, me dirigí a la plaza Pfaff y allí me recibieron los Vercruyssen, una pareja desigual: ella, joven y bellísima; él le doblaba la edad y era enorme, feo, enrojecido y granujiento, víctima sin duda de los devastadores efectos del alcohol.
Los Vercruyssen se mostraron amables desde el primer momento, expresaron sus condolencias al saber que yo era amigo de Sugranyes y afirmaron encontrarse aún bajo el estado de shock que representó para ellos presenciar cómo el semidirecto de las 16.45 destrozaba el cuerpo de aquel señor. La pareja me pareció encantadora; tras hablar del suceso, me invitaron a unas copas y hablamos de lo divino y de lo humano, por ejemplo de la magnífica colección de 200 o 300 pitufos que poseía Mirabelle y que tan orgullosa me mostró. Sin embargo, de vez en cuando venía a mi memoria el rostro de Sugranyes.
—¡Es que me parece tan imposible que Sugranyes se suicidara! —dije en un momento dado— ¡Y menos leyendo el Sport! El, que era tan merengón. ¡Eso no se lo cree nadie!
Los Vercruyssen se miraron entre sí. Entonces no di importancia a esa mirada, pero luego, repasando los acontecimientos de esa tarde, ya noche, me pareció increíble que no me hubiera alertado. A los pocos minutos, Vercruyssen alegó una jaqueca repentina para retirarse un rato y, aunque intenté despedirme, Mirabelle insistió en que me quedara tomando una última copa. Acepté a regañadientes, pero admito que sin tantos reparos acepté luego las caricias que la belga empezó a prodigarme al quedarnos solos. En pocos minutos nos vimos envueltos en un revoltijo de cuerpos y sudores, los suyos y los míos, mientras Vercruyssen calmaba su jaqueca en su habitación. Mirabelle era una amante excepcional, posiblemente muy acostumbrada a esa situaciones tan insólitas. Yo, menos experimentado en el mundo de lo extraño, pretendía no pensar en la presencia de Vercruyssen en la habitación contigua. Tomé en mis brazos a Mirabelle, la acosté en el sofá y empecé a besarla la cara con pasión. No sé exactamente qué es lo que me alertó: quizá la fuerza algo violenta con la que Mirabelle se agarró a mi cuello, como si quisiera inmovilizarme; o quizá esa mirada furtiva que descubrí en ella hacia mi espalda; lo cierto es que tuve la certeza de un peligro inminente y, huyendo del abrazo de Mirabelle, me dejé caer a un lado derecha, hacia el suelo, justo a tiempo para ver cómo el puñal de Vercruyssen, dirigido hacia mi espalda, se clavaba violentamente en el corazón de su esposa.
El belga y yo permanecimos en silencio unos segundos, más de los necesarios para constatar que Mirabelle estaba muerta. Vercruyssen había caído de rodillas ante el cuerpo de su mujer, anodadado, incapaz de reaccionar, ensuciándose con la sangre que empezaba a empapar el sofá. Yo decidí desaparecer para siempre de esa casa de la plaza Pfaff sin hacer más preguntas.
Al día siguiente vi en la televisión belga la noticia de la detención de Aloyssius Vercruyssen por el asesinato de su esposa. Meses más tarde me enteré de que había sido condenado. Aún debe seguir en prisión y posiblemente morirá allí. Yo me marché de Bruselas ese mismo día. Al llegar al primer cruce de autopistas tomé la dirección que, sin querer confesármelo a mí mismo, había querido tomar desde aquella mañana en el tanatorio de Sancho Gracia. Me fui a Groningen, en busca de Abril.
Antepenúltimo capítulo de “El día que me quieras”
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