Pipicán urbano
El alcalde insistía e insistía en las bondades del nuevo pipicán y por momentos temí que se decidiría a probar él mismo el magnífico drenaje de la instalación, una de las tres características que, según el edil, habían impulsado al ayuntamiento a comprar cuarenta unidades de ese modelo y a distribuirlas en estratégicas zonas de la ciudad que solían ser terreno abonado para los incívicos ataques de los animales. Las otras dos virtudes que hacían tan especial ese pipicán eran, según el alcalde, su diseño tan innovador y el estar fabricado con materiales biodegradables, lo que ayudaba sin duda a la sostenibilidad de la ciudad. Recordé con una sonrisa que, al iniciar su discurso sobre el pipicán que esa tarde presentaba el ayuntamiento, aquel mostrenco había afirmado que se trataba de “un pipicán sostenible”.
Harto de tanta palabrería, busqué con la mirada la mesa del pesebre. Tenía un hambre atroz y sobre todo sed, y en esa época los convites del ayuntamiento a la prensa solían ser más que generosos. Distinguí las apreciadas croquetas de pollo que nunca faltaban y planeé qué acciones debía realizar cuando el bobo del alcalde terminara de una vez por todas con su absurdo panegírico para situarme delante de las croquetas en una posición privilegiada.
Unos golpecitos en mi brazo izquierdo interrumpieron la elaboración de mi estrategia. Era Mansilla, un veterano periodista que llevaba más de cuarenta años cubriendo informaciones locales y al que sin duda la presentación del nuevo pipicán municipal debía sonarle a recochineo, más incluso que a mí. Mansilla ya recorría los pasillos del ayuntamiento en tiempos de la dictadura, y en esa época, según él, los perros meaban donde debían sin quejarse y sin que el alcalde tuviera que facilitarles un retrete con dinero de los contribuyentes.
-¿Qué pasa? -respondí.
-¡No hay alcohol! -susurró Mansilla.
-¿Quée?
-¡Ni una gota!
Observé con más atención la mesa y comprobé que, en efecto, el clásico whisky había desaparecido del catering municipal.
-¿Y eso? -dije apesadumbrado.
-El alcalde es un imbécil.
Nada más dicho esto, Mansilla desapareció por sorpresa bajo un humo azulado que olía a incienso y que se esparció por la sala tras una sorda explosión como de cuento mágico, y que también se llevó consigo a los otros periodistas y a los fotógrafos, al catering preparado por el ayuntamiento e incluso al zopenco del alcalde y su pipicán, y yo volví a la realidad y desperté en el sofá de casa y contemplé nuevamente la monstruosa multa por aparcamiento indebido que acababa de recibir y comprendí que, en realidad, todo este elaborado cuento se justificaba únicamente por mis irrefrenables deseos de insultar al edil.
Harto de tanta palabrería, busqué con la mirada la mesa del pesebre. Tenía un hambre atroz y sobre todo sed, y en esa época los convites del ayuntamiento a la prensa solían ser más que generosos. Distinguí las apreciadas croquetas de pollo que nunca faltaban y planeé qué acciones debía realizar cuando el bobo del alcalde terminara de una vez por todas con su absurdo panegírico para situarme delante de las croquetas en una posición privilegiada.
Unos golpecitos en mi brazo izquierdo interrumpieron la elaboración de mi estrategia. Era Mansilla, un veterano periodista que llevaba más de cuarenta años cubriendo informaciones locales y al que sin duda la presentación del nuevo pipicán municipal debía sonarle a recochineo, más incluso que a mí. Mansilla ya recorría los pasillos del ayuntamiento en tiempos de la dictadura, y en esa época, según él, los perros meaban donde debían sin quejarse y sin que el alcalde tuviera que facilitarles un retrete con dinero de los contribuyentes.
-¿Qué pasa? -respondí.
-¡No hay alcohol! -susurró Mansilla.
-¿Quée?
-¡Ni una gota!
Observé con más atención la mesa y comprobé que, en efecto, el clásico whisky había desaparecido del catering municipal.
-¿Y eso? -dije apesadumbrado.
-El alcalde es un imbécil.
Nada más dicho esto, Mansilla desapareció por sorpresa bajo un humo azulado que olía a incienso y que se esparció por la sala tras una sorda explosión como de cuento mágico, y que también se llevó consigo a los otros periodistas y a los fotógrafos, al catering preparado por el ayuntamiento e incluso al zopenco del alcalde y su pipicán, y yo volví a la realidad y desperté en el sofá de casa y contemplé nuevamente la monstruosa multa por aparcamiento indebido que acababa de recibir y comprendí que, en realidad, todo este elaborado cuento se justificaba únicamente por mis irrefrenables deseos de insultar al edil.
6 Comments:
Los que tenían que ser biodegradabeles son todos los políticos del consistorio; un par de lluvias, unos vientos... y que desaparezcan.
vigila el último párrafo, peca de dejadez literaria y ortográfica en comparación con el resto del relato. además, una situación de humor al describir al alcalde no iría mal, en lugar de tanta crítica e insulto injustificado, porque, como personaje, no queda bien delineado.
de buen rollo, espero que aceptes críticas. saludos.
Claro que acepto críticas! No quiero decir que siempre les haga caso, pero aceptarlas, se agradecen. Voy a ver a qué te refieres.
el último párrafo? yo no veo nada de lo que ves, stella blue.
Sólo he notado que faltaba una ele. Lo demás me parecen licencias literarias, te gusten o o no. Me gustan a mí, y es lo importante. Gracias de todos modos.
A mi no me gusta tu crítica.
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