No llegamos a Palencia
No, no llegamos a Palencia. No leí a tiempo el comentario de Peter Pan al post anterior y, pese a que estuvimos a menos de cien kilómetros de la ciudad con el segundo cristo encima de un cerro más alto del mundo, al final dimos la vuelta hacia otros lares. Nuestro periplo empezó con una visita al Bajo Cinca, donde el padre de la Nueva nos acogió durante unos días en su mansión señorial. Allí le comenté a mi suegro que, muy probablemente, iríamos a Palencia.
-Yo estuve allí. Hace muchos años -dijo él.
-¿Y qué tal? -pregunté.
El padre de la Nueva reflexionó unos segundos para acabar anunciando con voz grave:
-Palencia no tiene tranvía. Pero da la impresión de que sí.
-¿A qué se refiere?
-Muchacho -dijo mi suegro, que jamás hasta ese momento me había llamado muchacho- hay cosas que hay que ver por uno mismo.
Pero el caso es que no llegamos a Palencia. Quizá fuera por ese comentario sobre sus inexistentes tranvías o porque mi suegro me llamara muchacho, pero no llegamos más lejos de Burgos, que está a tiro de piedra de Palencia. Tuve la intuición de que no había llegado aún el momento de visitar la ciudad con el segundo cristo encima de un cerro más alto del mundo y así se lo dije a la Nueva:
-Prefiero no ir a Palencia. Todavía no. Quizá otra vez.
La Nueva, que me comprende como nadie, no puso impedimentos. Me propuso que volviéramos a Logroño, ciudad donde habíamos estado dos días antes de llegar a Burgos debido a cuestiones geográficas que entenderéis si consultáis un mapa de España. Así que volvimos a Logroño. Y me dio la impresión de que nunca había estado allí. Lo achaco a que, en mi primera visita a la capital riojana, me confundí continuamente y creí estar en todo momento en Pamplona, hasta el punto de que llegué a perder media hora examinando el plano de Logroño buscando la calle de la Estafeta y el estadio del Reyno de Navarra. Recuerdo que incluso, paseando por la logroñesa calle del Laurel, le dije a la Nueva:
-¡Qué ambiente hay en Pamplona!
-Tanto como en Logroño -dijo ella entre risas.
Ese extraño periplo consumió la primera parte de nuestras vacaciones y, por cuestiones que no vienen al caso, volvimos a Barcelona. Allí observamos de primera mano los efectos del apagón vivido en la ciudad mientras estábamos en el Bajo Cinca y sufrimos un segundo apagón al estropearse el monstruoso generador instalado delante de la prestigiosa zapatería china Sobrepassr Corrent. Pasamos unas agradables horas observando como los operarios cambiaban dos veces ese generador sin resultado alguno. A la tercera fue la vencida: volvió la luz, pero el nuevo generador se asemejaba más que a nada a una churrería móvil importada de Chernóbil a punto de incendiarse. Las quejas de unos quisquillosos vecinos, que absurdamente preferían estar a oscuras a asfixiarse por los humos de la churrería, obligaron a apagar el generador, con lo que volvió a irse la luz mientras los operarios se tomaban unas cocacolas. En ese momento, la Nueva, indignada porque no podía poner una lavadora, me dijo:
-Voy a provocar una cacerolada popular.
Y, armada con mi cucharón preferido empezó a golpear salvajemente la sartén de los huevos fritos. En unos segundos la cacerolada era general en todo el barrio y, ante mi sorpresa, dio resultado: se llevaron la churrería móvil y, sin generador alguno, sin ruidos, ni humos, ni cables ni nada, la amable compañía Endesa nos devolvió nuestra luz. Y entonces miré a la Nueva con admiración y pensé:
-¡Ay de quien provocare la indignación de las amas de casa!
Al día siguiente volvimos a tomar el coche y ya es hora de hablar de él. Familiarmente, nuestro coche es conocido como El Halcón Milenario, como la nave espacial de Harrison Ford en La Guerra de las Galaxias, más por milenario que por halcón. Cuando tomo sus mandos me siento como Han Solo e imagino que la Nueva se ha convertido en Chewbacca. A ella le gusta ese rol de gorila mutante peludo y empieza a proferir espeluznantes alaridos que casi siempre me cogen desprevenido, con lo que voy dando volantazos por las carreteras tomando casi siempre el camino equivocado. Así llegamos esta vez a Cadaqués, donde Chewbacca tomó el sol varios días y yo reflexioné, refugiado en un bar, sobre el turismo de masas y el nuevo Barça e hice votos por nuestro próximo viaje a la misteriosa Palencia.
-Yo estuve allí. Hace muchos años -dijo él.
-¿Y qué tal? -pregunté.
El padre de la Nueva reflexionó unos segundos para acabar anunciando con voz grave:
-Palencia no tiene tranvía. Pero da la impresión de que sí.
-¿A qué se refiere?
-Muchacho -dijo mi suegro, que jamás hasta ese momento me había llamado muchacho- hay cosas que hay que ver por uno mismo.
Pero el caso es que no llegamos a Palencia. Quizá fuera por ese comentario sobre sus inexistentes tranvías o porque mi suegro me llamara muchacho, pero no llegamos más lejos de Burgos, que está a tiro de piedra de Palencia. Tuve la intuición de que no había llegado aún el momento de visitar la ciudad con el segundo cristo encima de un cerro más alto del mundo y así se lo dije a la Nueva:
-Prefiero no ir a Palencia. Todavía no. Quizá otra vez.
La Nueva, que me comprende como nadie, no puso impedimentos. Me propuso que volviéramos a Logroño, ciudad donde habíamos estado dos días antes de llegar a Burgos debido a cuestiones geográficas que entenderéis si consultáis un mapa de España. Así que volvimos a Logroño. Y me dio la impresión de que nunca había estado allí. Lo achaco a que, en mi primera visita a la capital riojana, me confundí continuamente y creí estar en todo momento en Pamplona, hasta el punto de que llegué a perder media hora examinando el plano de Logroño buscando la calle de la Estafeta y el estadio del Reyno de Navarra. Recuerdo que incluso, paseando por la logroñesa calle del Laurel, le dije a la Nueva:
-¡Qué ambiente hay en Pamplona!
-Tanto como en Logroño -dijo ella entre risas.
Ese extraño periplo consumió la primera parte de nuestras vacaciones y, por cuestiones que no vienen al caso, volvimos a Barcelona. Allí observamos de primera mano los efectos del apagón vivido en la ciudad mientras estábamos en el Bajo Cinca y sufrimos un segundo apagón al estropearse el monstruoso generador instalado delante de la prestigiosa zapatería china Sobrepassr Corrent. Pasamos unas agradables horas observando como los operarios cambiaban dos veces ese generador sin resultado alguno. A la tercera fue la vencida: volvió la luz, pero el nuevo generador se asemejaba más que a nada a una churrería móvil importada de Chernóbil a punto de incendiarse. Las quejas de unos quisquillosos vecinos, que absurdamente preferían estar a oscuras a asfixiarse por los humos de la churrería, obligaron a apagar el generador, con lo que volvió a irse la luz mientras los operarios se tomaban unas cocacolas. En ese momento, la Nueva, indignada porque no podía poner una lavadora, me dijo:
-Voy a provocar una cacerolada popular.
Y, armada con mi cucharón preferido empezó a golpear salvajemente la sartén de los huevos fritos. En unos segundos la cacerolada era general en todo el barrio y, ante mi sorpresa, dio resultado: se llevaron la churrería móvil y, sin generador alguno, sin ruidos, ni humos, ni cables ni nada, la amable compañía Endesa nos devolvió nuestra luz. Y entonces miré a la Nueva con admiración y pensé:
-¡Ay de quien provocare la indignación de las amas de casa!
Al día siguiente volvimos a tomar el coche y ya es hora de hablar de él. Familiarmente, nuestro coche es conocido como El Halcón Milenario, como la nave espacial de Harrison Ford en La Guerra de las Galaxias, más por milenario que por halcón. Cuando tomo sus mandos me siento como Han Solo e imagino que la Nueva se ha convertido en Chewbacca. A ella le gusta ese rol de gorila mutante peludo y empieza a proferir espeluznantes alaridos que casi siempre me cogen desprevenido, con lo que voy dando volantazos por las carreteras tomando casi siempre el camino equivocado. Así llegamos esta vez a Cadaqués, donde Chewbacca tomó el sol varios días y yo reflexioné, refugiado en un bar, sobre el turismo de masas y el nuevo Barça e hice votos por nuestro próximo viaje a la misteriosa Palencia.