No te llevaré al circo
Mientras el embarazo de la Nueva sigue su curso, yo llevo días pensando en cosas que hice en mi infancia. He recordado por ejemplo mis visitas al Circo Mundial, que anualmente desembarcaba en Barcelona. En esos tiempos a mi ciudad no venían los grandes grupos de rock, ni las estrellas de Hollywood ni las grandes figuras del fútbol, pero el Circo Mundial no perdonaba ni un año y, puntual como un reloj, instalaba sus carpas en la Plaza de Toros Monumental y se ponía a vender entradas. Y mi padre, vete a saber por qué, las compraba y con toda la buena fe del mundo nos regalaba una noche en el circo.
Desde esos tiempos cada vez que oigo decir en la tele a algún viejo payaso eso tan manido de que el circo se muere, me relamo de felicidad. Ahora odio el circo, pero de niño sufría con él. No por la seguridad de los acróbatas, que me importaba un comino, ni por si alguno de esos leones anoréxicos se comía al domador o por si algún elefante estornudaba. Qué va. Yo sufría por mí, porque me pasaba toda la función, que duraba seis horas o eso me parecía a mí, pensando en lo bien que estaría en casa leyendo un libro de Enid Blyton, allí donde los niños bebían algo tan raro como cerveza de jengibre, o viendo aquella tele que sólo tenía dos canales y según a qué horas sólo uno, o jugando a fútbol en el pasillo para desespero de mamá. Cualquier cosa menos estar ahí encerrado sufriendo por mí, sufriendo de vergüenza ajena viendo a los payasos repitiendo una y otra vez las mismas escenas subnormales, Y, sin embargo, los otros niños se reían a carcajada limpia y yo pensaba en qué vidas tan raras debían llevar esos niños que se reían tan bobamente con aquellos carcamales.
Luego el circo llegó a la tele con aquellos célebres payasos. Ni siquiera esos me gustaban, quizá me atraía un poco la seriedad del señor Chinarro, pero al menos allí no aparecían leones ni acróbatas y si me aburría me iba.
Recordaba todo eso estos días y pensaba que, cuando nazca eso que está engendrando la Nueva, yo al circo no le llevaré. Con suerte, para entonces el circo se habrá muerto de una puta vez.
Desde esos tiempos cada vez que oigo decir en la tele a algún viejo payaso eso tan manido de que el circo se muere, me relamo de felicidad. Ahora odio el circo, pero de niño sufría con él. No por la seguridad de los acróbatas, que me importaba un comino, ni por si alguno de esos leones anoréxicos se comía al domador o por si algún elefante estornudaba. Qué va. Yo sufría por mí, porque me pasaba toda la función, que duraba seis horas o eso me parecía a mí, pensando en lo bien que estaría en casa leyendo un libro de Enid Blyton, allí donde los niños bebían algo tan raro como cerveza de jengibre, o viendo aquella tele que sólo tenía dos canales y según a qué horas sólo uno, o jugando a fútbol en el pasillo para desespero de mamá. Cualquier cosa menos estar ahí encerrado sufriendo por mí, sufriendo de vergüenza ajena viendo a los payasos repitiendo una y otra vez las mismas escenas subnormales, Y, sin embargo, los otros niños se reían a carcajada limpia y yo pensaba en qué vidas tan raras debían llevar esos niños que se reían tan bobamente con aquellos carcamales.
Luego el circo llegó a la tele con aquellos célebres payasos. Ni siquiera esos me gustaban, quizá me atraía un poco la seriedad del señor Chinarro, pero al menos allí no aparecían leones ni acróbatas y si me aburría me iba.
Recordaba todo eso estos días y pensaba que, cuando nazca eso que está engendrando la Nueva, yo al circo no le llevaré. Con suerte, para entonces el circo se habrá muerto de una puta vez.
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