Pues sí, Umbrello ya está en casa. En mi mente quedarán grabados para siempre muchos de los momentos vividos estos últimos cinco días, desde que la Nueva y yo llegamos al hospital hasta que, ayer por la tarde, un amable taxista nos devolvió a la lluviosa cotidianeidad del barrio del Clot. Jamás olvidaré, por ejemplo, el momento en que supe que el trágico cómico Andrés Pajares compartía hospital con nosotros, aunque en su caso no para dar a luz. El hecho me produjo una fuerte impresión, pues me di cuenta de que algún día yo podría decir sin faltar a la verdad: “Pues sí, he dormido con Pajares, qué pasa”. En realidad, las dos plantas que nos separaban del cómico nos impidieron comprobar si roncaba, si le olían los pies o cualquier otro detalle que habría encantado a los reporteros gráficos que, día tras día, se apostaron a la puerta del edificio en busca de noticias frescas sobre ese individuo. A veces mi empleo de pianista en un burdel me parece frívolo; el trabajo de esos reporteros no sólo es frívolo, sino que además debe de ser espantoso.
Es absurdo, en todo caso, querer hablar de Umbrello y hacerlo de Andrés Pajares. Es que aún me resulta difícil hablar de él (de Umbrello). Para empezar, queda claro que ese no es su nombre real, sino el ficticio, el que elegí para nombrarle en este blog. Sin embargo, tanto la Nueva como yo nos sorprendemos muy a menudo llamándole, precisamente, Umbrello.
Y es que aún tiene mucho de personaje ficticio, aunque llore y haga todas esas cosas que hacen los bebés ante la embobada mirada de la Nueva y la mía. Y la vuestra, si le viérais.