Pavor y respeto
El mismo pavor y respeto que infundían los dioses a las antiguas civilizaciones siento yo por los dependientes de las ferreterías. A mí parecer, esos profesionales son seres sobrenaturales dotados de una ingente sabiduría y una paciencia sin límite. Ante ellos me veo como soy, una mísera cucaracha que sobrevive gracias únicamente a su extrema piedad. Es por eso que, si puedo permitírmelo, no entro jamás en las ferreterías. Si necesito, por ejemplo, un enchufe, envío a la Nueva en su búsqueda. En alguna ocasión en que ella no estaba y la necesidad de enchufes, tornillos, pilas o remaches era imperiosa, he llegado a acompañar al tierno Umbrello hasta la puerta del establecimiento, empujándole hacia el interior con un cartelito colgado del cuello y un mensaje a propósito:
"Mi papá necesita un metro de alambre del 3. El dinero está en el bolsillito de mi pantalón".
Umbrello ha salido al cabo de un rato con el alambre y un caramelo y yo he respirado aliviado.
Esta mañana, sin embargo, ni la Nueva ni Umbrello estaban disponibles y el joven Fratello, el muy ladino, aún no anda y pese a que lo he intentado de todas las maneras no he conseguido que gateara en línea recta hacia la ferretería sin que se le cayera el letrerito que había pegado a su camisa:
"Mi papá necesita un martillo. El dinero está en el bolsillito de mi pantalón".
No duden de que mi necesidad de un martillo era imperiosa, pues debía colgar en la pared del comedor un cuadro de Gauguin que la tía Obdulia nos había regalado a la Nueva y a mí hace un par de años. Nunca me había preocupado de colgar el Gauguin, pues dudo de que sea verdadero y sospecho que se trata de una burda copia, pero anoche la tía Obdulia nos llamó para anunciar para hoy su inminente visita, la primera que se dignará a hacer a nuestra humilde morada y la Nueva consideró adecuado situar el Gauguin en un lugar preferente del comedor pues, como me recordó con buen tino, en la herencia de tía Obdulia tenemos depositadas todas nuestras esperanzas de un futuro mejor lejos de la miseria actual.
Así que esta mañana me puse manos a la obra hasta que me di cuenta con horror de que un servidor carece de martillo: en otras épocas poseí varios, pero las varias mudanzas que he protagonizado en esta vida han ido provocando la paulatina pérdida de martillos, ceniceros y mandos de televisión, por este orden.
No había otro remedio: debía ir en persona a la ferretería. Armado de valor y con aterrorizada reverencia he esperado mi turno y, cuando este ha llegado, me he acercado al dependiente, que ya me escrutaba desde su santa atalaya:
-Buenos días -he dicho- Necesito un martillo.
-¿De qué tipo? -ha pronunciado con innecesaria sonrisa las horrendas palabras.
-No lo sé. Para clavar un clavo y colgar un cuadro -me he humillado yo.
-¿De qué tipo? -ha repetido el semidiós.
-Un Gauguin.
-No, el clavo.
-¡Ah! Uno cualquiera. Pequeño, que aguante.
-Para colgar un cuadro sería mejor usar el taladro, poner un taco...
-¡Uff, uff...! -me he atrevido a interrumpir- Que sólo es un cuadro. No soy ingeniero.
El dependiente me ha mirado compasivo antes de suspirar.
-Como quiera. Un martillo -ha repetido dándome la espalda y rebuscando en un monumental armario.
-Aquí tiene. Elija -ha dicho, al cabo de unos segundos, desperdigando sobre el mostrador hasta diecisiete martillos, todos ellos diferentes y sin duda dotados cada uno de ellos de misteriosas y fantásticas cualidades.
-¡Ah! -he exclamado, tomando en mis manos y sopesando cual experto el peso y las características de varios martillos- ¡Ah! -he repetido.
El dependiente me observaba circunspecto. Un sudor frío ha ido empapándome mientras simulaba que analizaba con mirada experta cada martillo.
-¿Cuál me aconseja? -he dicho al fin agachando la cabeza.
-¿Para colgar un cuadro?
-Sí.
-Ninguno. Le aconsejo un taladro, un juego de brocas, tacos y alcayatas.
Me he rendido, claro está. En este mismo momento contemplo, en la mesa de mi comedor, un magnífico, caro y moderno taladro que sé que jamás osaré utilizar, un asombroso juego de 32 brocas, varias cajitas de tacos de varios tamaños y sus correspondientes alcayatas. A su lado, el humilde clavo que yo tenía preparado para colgar el Gauguin de tía Obdulia. Observo también, y con creciente pavor, el reloj, preguntándome si la Nueva volverá a casa antes de que llegue la tía Obdulia, y si en cualquier caso tendré tiempo de enviarla a la ferretería a comprar masilla, fibra de vidrio y esa extraña herramienta que manejan los albañiles para expandir cemento y cuyo nombre ignoro pero que tanto se parece a aquella otra que se usa para servir pizzas. También busco desesperadamente una explicación que convenza a la Nueva de por qué quise utilizar el elegante jarrón que nos regaló tío Obdulio como martillo para clavar un clavo, de por qué la pared del comedor muestra ese gigantesco desconchado y de por qué los restos del jarrón siguen ahí, en el suelo. Y de por qué lloro a ratos.
"Mi papá necesita un metro de alambre del 3. El dinero está en el bolsillito de mi pantalón".
Umbrello ha salido al cabo de un rato con el alambre y un caramelo y yo he respirado aliviado.
Esta mañana, sin embargo, ni la Nueva ni Umbrello estaban disponibles y el joven Fratello, el muy ladino, aún no anda y pese a que lo he intentado de todas las maneras no he conseguido que gateara en línea recta hacia la ferretería sin que se le cayera el letrerito que había pegado a su camisa:
"Mi papá necesita un martillo. El dinero está en el bolsillito de mi pantalón".
No duden de que mi necesidad de un martillo era imperiosa, pues debía colgar en la pared del comedor un cuadro de Gauguin que la tía Obdulia nos había regalado a la Nueva y a mí hace un par de años. Nunca me había preocupado de colgar el Gauguin, pues dudo de que sea verdadero y sospecho que se trata de una burda copia, pero anoche la tía Obdulia nos llamó para anunciar para hoy su inminente visita, la primera que se dignará a hacer a nuestra humilde morada y la Nueva consideró adecuado situar el Gauguin en un lugar preferente del comedor pues, como me recordó con buen tino, en la herencia de tía Obdulia tenemos depositadas todas nuestras esperanzas de un futuro mejor lejos de la miseria actual.
Así que esta mañana me puse manos a la obra hasta que me di cuenta con horror de que un servidor carece de martillo: en otras épocas poseí varios, pero las varias mudanzas que he protagonizado en esta vida han ido provocando la paulatina pérdida de martillos, ceniceros y mandos de televisión, por este orden.
No había otro remedio: debía ir en persona a la ferretería. Armado de valor y con aterrorizada reverencia he esperado mi turno y, cuando este ha llegado, me he acercado al dependiente, que ya me escrutaba desde su santa atalaya:
-Buenos días -he dicho- Necesito un martillo.
-¿De qué tipo? -ha pronunciado con innecesaria sonrisa las horrendas palabras.
-No lo sé. Para clavar un clavo y colgar un cuadro -me he humillado yo.
-¿De qué tipo? -ha repetido el semidiós.
-Un Gauguin.
-No, el clavo.
-¡Ah! Uno cualquiera. Pequeño, que aguante.
-Para colgar un cuadro sería mejor usar el taladro, poner un taco...
-¡Uff, uff...! -me he atrevido a interrumpir- Que sólo es un cuadro. No soy ingeniero.
El dependiente me ha mirado compasivo antes de suspirar.
-Como quiera. Un martillo -ha repetido dándome la espalda y rebuscando en un monumental armario.
-Aquí tiene. Elija -ha dicho, al cabo de unos segundos, desperdigando sobre el mostrador hasta diecisiete martillos, todos ellos diferentes y sin duda dotados cada uno de ellos de misteriosas y fantásticas cualidades.
-¡Ah! -he exclamado, tomando en mis manos y sopesando cual experto el peso y las características de varios martillos- ¡Ah! -he repetido.
El dependiente me observaba circunspecto. Un sudor frío ha ido empapándome mientras simulaba que analizaba con mirada experta cada martillo.
-¿Cuál me aconseja? -he dicho al fin agachando la cabeza.
-¿Para colgar un cuadro?
-Sí.
-Ninguno. Le aconsejo un taladro, un juego de brocas, tacos y alcayatas.
Me he rendido, claro está. En este mismo momento contemplo, en la mesa de mi comedor, un magnífico, caro y moderno taladro que sé que jamás osaré utilizar, un asombroso juego de 32 brocas, varias cajitas de tacos de varios tamaños y sus correspondientes alcayatas. A su lado, el humilde clavo que yo tenía preparado para colgar el Gauguin de tía Obdulia. Observo también, y con creciente pavor, el reloj, preguntándome si la Nueva volverá a casa antes de que llegue la tía Obdulia, y si en cualquier caso tendré tiempo de enviarla a la ferretería a comprar masilla, fibra de vidrio y esa extraña herramienta que manejan los albañiles para expandir cemento y cuyo nombre ignoro pero que tanto se parece a aquella otra que se usa para servir pizzas. También busco desesperadamente una explicación que convenza a la Nueva de por qué quise utilizar el elegante jarrón que nos regaló tío Obdulio como martillo para clavar un clavo, de por qué la pared del comedor muestra ese gigantesco desconchado y de por qué los restos del jarrón siguen ahí, en el suelo. Y de por qué lloro a ratos.