Siempre el azar
Sé que la Nueva sospecha en silencio y que ha llegado a la conclusión de que mi nueva afición, como ella lo llama, pone de manifiesto los primeros síntomas de mi enfermedad, el síndrome de Diógenes. En cualquier caso no protesta aún, pues me controlo bastante y porque en realidad mi supuesto síndrome ha ayudado a reducir considerablemente los gastos familiares. En realidad, no padezco síndrome alguno ni estoy enfermo, o no más que antes; cuando digo antes me refiero a la época, no muy lejana, apenas unos meses atrás, en la que pasaba horas en las mejores librerías rebuscando en sus anaqueles signos que me iluminaran en el sentido de qué libro debía comprar. Desde que yo recuerdo, comprar un libro fue para mí siempre una mezcla de placer y sufrimiento. Leía el nombre de los autores y descartaba algunos por motivos de lo más extravagantes –de este había oído que era de derechas, aquel era un imbécil en su vida personal y mató incluso a su perro- y apostaba por otros por circunstancias igualmente arbitrarias: este era un progresista, esa se suicidó, aquel murió en vete a saber qué injusta guerra.
Falto de un maestro que me indicará qué leer y qué no, lo cual no deja de ser también una arbitrariedad, fui construyendo mi canon personal. Como todos, supongo. Con los años, sin embargo, la elección fue haciéndose más dura. Fulano Cenutrio, que tanto me gustó de joven, me aburría ahora. Mengano Mostrenco, a quién tanto defendí, justificaba ahora su apellido. ¿Y ese otro? ¿Y aquel? Pues ocurre que uno aún me convence y ese también, pero el primero está muerto y el segundo no escribe tan rápido como yo desearía. ¿Debería atreverme pues con Idiotti, al que odié tantos años por su sospechoso pasado? ¿O con Stupiding, que dijo aquello tan lastimoso sobre ya no recuerdo qué? Qué horror. Cómo decidirme. Busqué soluciones, como completar famosos canones: “las 100 novelas imprescincibles”. Craso error: el Quijote seguía siendo el impresentable ladrillo de siempre –oh, perdón, perdón, discúlpenme todos aquellos que lo leen cada verano riéndose incomprensiblemente a carcajadas escena tras escena. Y quién va a ponerse a leer el Decamerón a estas alturas de la historia universal.
Empecé a huir de las librerías y dejé casi de leer. Mis pequeños Umbrello y Fratello ayudaron mucho en ello, también es cierto. Pero… el tiempo fue pasando, mi gusto por la lectura fue renaciendo y los niños crecieron un poquito… y hallé la solución a mis problemas: el azar, siempre el azar. Y los desechos, claro está.
Ignoro como está el tema en otros mundos, pero en Barcelona el ayuntamiento construyó hace unos años en cada distrito unas instalaciones –llamadas Punt Verd- donde los ciudadanos depositan todo tipo de objetos de desecho: electrodomésticos inservibles, ropa vieja, zapatos agujereados, bombillas fundidas, etcétera. Y libros. Muchos libros, por cierto. Uno puede ir allí y ojear qué obras han abandonado sus conciudadanos y si una le llama la atención, se la lleva. Allí voy yo, un día a la semana al menos, y de allí han salido mis últimas lecturas. Todas al azar, porque la oferta es mucho más reducida de la que se puede encontrar en una librería y la mayoría algo apolilladas, en todos los sentidos. ¿Nunca había leído yo a Aldecoa? Pues un desconocido se cansó de ver en su casa ese libro que jamás abrió y lo puso a mi disposición. ¿Siempre me gustó Evelyn Waugh? Pues esa novela de ahí no la leí jamás. ¿Me atreveré por fin con Azorín? Vete a saber. Cógelo, es gratis y en el peor de los casos puedo devolverlo. El único pero son la ingente cantidad de libros de Isabel Allende que abandona la gente –y no es un chiste- y las sospechas de la Nueva sobre mi avanzado síndrome de Diógenes. Y, claro está, la creciente rivalidad con los ancianos del barrio, cada vez más incívicos y siempre al acecho de las cosas gratis y de los servicios públicos, que madrugan para hacer acopio de las últimas novedades editoriales de la desechería.
Falto de un maestro que me indicará qué leer y qué no, lo cual no deja de ser también una arbitrariedad, fui construyendo mi canon personal. Como todos, supongo. Con los años, sin embargo, la elección fue haciéndose más dura. Fulano Cenutrio, que tanto me gustó de joven, me aburría ahora. Mengano Mostrenco, a quién tanto defendí, justificaba ahora su apellido. ¿Y ese otro? ¿Y aquel? Pues ocurre que uno aún me convence y ese también, pero el primero está muerto y el segundo no escribe tan rápido como yo desearía. ¿Debería atreverme pues con Idiotti, al que odié tantos años por su sospechoso pasado? ¿O con Stupiding, que dijo aquello tan lastimoso sobre ya no recuerdo qué? Qué horror. Cómo decidirme. Busqué soluciones, como completar famosos canones: “las 100 novelas imprescincibles”. Craso error: el Quijote seguía siendo el impresentable ladrillo de siempre –oh, perdón, perdón, discúlpenme todos aquellos que lo leen cada verano riéndose incomprensiblemente a carcajadas escena tras escena. Y quién va a ponerse a leer el Decamerón a estas alturas de la historia universal.
Empecé a huir de las librerías y dejé casi de leer. Mis pequeños Umbrello y Fratello ayudaron mucho en ello, también es cierto. Pero… el tiempo fue pasando, mi gusto por la lectura fue renaciendo y los niños crecieron un poquito… y hallé la solución a mis problemas: el azar, siempre el azar. Y los desechos, claro está.
Ignoro como está el tema en otros mundos, pero en Barcelona el ayuntamiento construyó hace unos años en cada distrito unas instalaciones –llamadas Punt Verd- donde los ciudadanos depositan todo tipo de objetos de desecho: electrodomésticos inservibles, ropa vieja, zapatos agujereados, bombillas fundidas, etcétera. Y libros. Muchos libros, por cierto. Uno puede ir allí y ojear qué obras han abandonado sus conciudadanos y si una le llama la atención, se la lleva. Allí voy yo, un día a la semana al menos, y de allí han salido mis últimas lecturas. Todas al azar, porque la oferta es mucho más reducida de la que se puede encontrar en una librería y la mayoría algo apolilladas, en todos los sentidos. ¿Nunca había leído yo a Aldecoa? Pues un desconocido se cansó de ver en su casa ese libro que jamás abrió y lo puso a mi disposición. ¿Siempre me gustó Evelyn Waugh? Pues esa novela de ahí no la leí jamás. ¿Me atreveré por fin con Azorín? Vete a saber. Cógelo, es gratis y en el peor de los casos puedo devolverlo. El único pero son la ingente cantidad de libros de Isabel Allende que abandona la gente –y no es un chiste- y las sospechas de la Nueva sobre mi avanzado síndrome de Diógenes. Y, claro está, la creciente rivalidad con los ancianos del barrio, cada vez más incívicos y siempre al acecho de las cosas gratis y de los servicios públicos, que madrugan para hacer acopio de las últimas novedades editoriales de la desechería.
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