La Sala de Armas
He pasado buena parte de la mañana intentando poner un poco de orden en casa. He decidido empezar por la Sala de Armas, que es como la Nueva y yo llamamos a la segunda y última habitación de la casa, para impresionar a los conocidos poco conocidos, y que en realidad es una pequeña covacha en la que no hay nada que pudiera servir de arma si no es un gigantesco llavero de madera con la efigie de Papa de Roma (el de siempre, Wojtyla, y no el de ahora, que parece un señor disfrazado de Papa de Roma) y con la críptica inscripción Mundial de Italia 1990, que hallamos comprensiblemente olvidado en un cajón cuando nos trasladamos a vivir a este piso. A la Nueva y a mí la Sala de Armas nos sirve en realidad de cuarto trastero y allí guardamos todo tipo de objetos, baratijas, cachivaches, muebles y trebejos, y en un futuro espero que aún lejano tenemos pensado guardar a una hipotética niña que se llamaría Mireia.
Al entrar en la Sala de Armas me he dicho: “Coño”. Y acto seguido: “¿Por dónde empiezo?”. Apoyado en el quicio de la puerta como James Dean en aquella película en que hace de niñato tonto peleado con todo el mundo, por un momento he estado a punto de rendirme y volver al sofá a ver la tele. Pero luchando contra mi titánica desidia, he tomado un fajo de viejos papeles abandonados encima del teclado del piano y que impedía hasta hoy tocar las notas más agudas. Eran recortes de prensa que fui guardando con los años. “Voy a ver qué se puede tirar”, me he dicho a mí mismo. Había un poco de todo: algunas crónicas cantando viejas y épicas victorias del Barça, necrológicas de escritores que algún día leí (o no), reportajes acerca de extintos países (o sea, la URSS y Yugoslavia), reseñas de películas y, ¡oh sorpresa!, una entrevista con el célebre Antoni Tàpies.
“¿Para qué guardé esta mierda?”, he pensado al ver la fotografía del pintor debajo del titular. Mi simpatía por Tàpies es similar a la que siento por Pol Pot o Roberto Carlos (el futbolista), así que mi desconcierto no ha tenido límites. Para hallar una explicación a mi aparentemente absurda decisión de archivar en su día esa entrevista no he tenido más remedio que leerla. Y, claro, todo tiene una explicación. Después de una inacabable serie de sandeces, Tàpies cuenta al entrevistador:
“Cuando me pongo filosófico, mi mujer me devuelve la importancia de las cosas cotidianas. Una tarde entré en la cocina abrumado por una cuestión filosófica y comencé a hablarle. Ella me frenó: “Un momento, estoy haciendo una salsa que necesita concentración”.
Entre risas silenciosas, he recordado que conservé esa entrevista como parte de una abandonada investigación que hace años realicé con la intención de escribir un ensayo sobre la cara dura. Y además, qué coño, me divierte imaginar a Tàpies entrar en la cocina “abrumado per una cuestión filosófica”. Farsante.
Al entrar en la Sala de Armas me he dicho: “Coño”. Y acto seguido: “¿Por dónde empiezo?”. Apoyado en el quicio de la puerta como James Dean en aquella película en que hace de niñato tonto peleado con todo el mundo, por un momento he estado a punto de rendirme y volver al sofá a ver la tele. Pero luchando contra mi titánica desidia, he tomado un fajo de viejos papeles abandonados encima del teclado del piano y que impedía hasta hoy tocar las notas más agudas. Eran recortes de prensa que fui guardando con los años. “Voy a ver qué se puede tirar”, me he dicho a mí mismo. Había un poco de todo: algunas crónicas cantando viejas y épicas victorias del Barça, necrológicas de escritores que algún día leí (o no), reportajes acerca de extintos países (o sea, la URSS y Yugoslavia), reseñas de películas y, ¡oh sorpresa!, una entrevista con el célebre Antoni Tàpies.
“¿Para qué guardé esta mierda?”, he pensado al ver la fotografía del pintor debajo del titular. Mi simpatía por Tàpies es similar a la que siento por Pol Pot o Roberto Carlos (el futbolista), así que mi desconcierto no ha tenido límites. Para hallar una explicación a mi aparentemente absurda decisión de archivar en su día esa entrevista no he tenido más remedio que leerla. Y, claro, todo tiene una explicación. Después de una inacabable serie de sandeces, Tàpies cuenta al entrevistador:
“Cuando me pongo filosófico, mi mujer me devuelve la importancia de las cosas cotidianas. Una tarde entré en la cocina abrumado por una cuestión filosófica y comencé a hablarle. Ella me frenó: “Un momento, estoy haciendo una salsa que necesita concentración”.
Entre risas silenciosas, he recordado que conservé esa entrevista como parte de una abandonada investigación que hace años realicé con la intención de escribir un ensayo sobre la cara dura. Y además, qué coño, me divierte imaginar a Tàpies entrar en la cocina “abrumado per una cuestión filosófica”. Farsante.
1 Comments:
En todas las casas hay una sala de armas, o por lo menos un armario de fusiles. Imposible ordenarlos, la mierda que has acumulado a lo largo del tiempo, siempre, e irremediablemente tiene un significado único e irrepetible. ¿Serán las joyas de los pobres? ¿Por que vale tanto el oro? ¿Por que hay poco en comparación al hierro? Seguro que hay menos ejemplares de ese articulo del Tapies.
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