venerdì, maggio 26, 2006

El oso curioso

El día que Abril me comunicó su intención de casarse con aquel arquitecto holandés e irse a vivir a Groningen, decidí dedicar todas mis fuerzas a autodestruirme con la mayor rapidez posible. Esa misma noche tomé varias copas en el Colfax y entre trago y trago nació en mí el irrefrenable deseo de ir de putas.
Recordaba la dirección de una casa que Sugranyes y yo habíamos frecuentado años atrás y allí me dirigí. Pese a mi evidente estado de embriaguez, no pusieron obstáculo alguno para mi entrada. Mientras tomaba una nueva copa que no necesitaba en absoluto, escogí los servicios de una joven, la que más me recordó a Abril, y que para mi sorpresa no mostró un excesivo asco ante mi aspecto. Ya en la habitación me di cuenta de que, en un rincón, un enorme oso de peluche descansaba en una silla. Me pareció que el oso nos observaba sin disimulo. Le saludé alegremente, lo que hizo sonreír a la muchacha, que ya había iniciado su tarea. Al cabo de un rato, sin embargo, la detuve.

—Espera —le dije— Ese oso me está poniendo nervioso.

Tomé mi camisa y con buena puntería se la lancé al peluche indiscreto, cubriendo con ella su cabezota e impidiendo así que siguiera chafardeando.

—Así está mejor —afirmé— Castigado. Por mirar.

La muchacha no dijo nada. Seguramente a peores locos que yo debía enfrentarse día a día. Al fin y al cabo yo sólo era un borracho. Me concentré decididamente en la joven, que trabajaba con el estilo frío y maquinal típicos de su profesión, como cualquier cajera de supermercado. Al terminar, y mientras me vestía, me acordé del oso.

—Ya puedes mirar —le dije al enorme peluche, recuperando mi camisa. Fue entonces cuando me di cuenta de lo inadecuado que resultaba su presencia en ese lugar.
—¿Es tuyo? —le pregunté a la muchacha.
—No. Ya estaba ahí cuando empecé a trabajar aquí. Creo que se lo dejó un cliente hace años.
—Qué raro, ¿no? —dije.
—Es que hay gente muy rara —dijo ella.
—Ajá.
—Se llama Damien —añadió.
—¿El oso? ¿Le llamáis Damien al oso?
—Por la tarjeta —explicó.
—¿Eh?
—En su pata.

Me acerqué y vi que, efectivamente, un típico tarjetón de felicitación colgaba de una de sus patas. En francés, un papá y una mamá desconocidos felicitaban a su hijo Damien por su sexto cumpleaños.
De camino hacia casa me detuve de nuevo en el Colfax a tomar otra copa. Sentado solo en la barra, pensé en la muchacha con la que acababa de acostarme. La había escogido entre sus compañeras por que se parecía levemente a Abril, pero me era imposible ya recordar su rostro. Luego pensé en la propia Abril, en su arquitecto holandés, en cómo sería su vida en Groningen, en cómo sería Groningen. Luego me acordé del enorme oso de peluche que alguien que se fue de putas se olvidó sentado en una silla. Hay gente muy rara, había dicho la chica. Sí. Y un niño se quedó sin oso, pensé, y empecé a llorar absurda e inconsolablemente.

Capítulo 1 de “El día que me quieras”