venerdì, luglio 21, 2006

Mónica había explotado (3)

¡Ah, los guantes blancos de novia de Mónica!, pensé. ¡Qué suaves y delicados al lado de los de Mickey Mouse!, me mentí a mí mismo, porque en realidad los guantes de Mónica eran bastante bastos. Cuando nos casamos éramos espantosamente pobres y tanto su vestido, guantes incluidos, como mi traje lo compramos en el añorado Sepu, establecimiento que se distinguía por su honradez, profesionalidad y asequibles precios, pero no por su buen gusto.
Como ya dije, Mónica y yo nos conocíamos desde la infancia. Cuando superé la etapa en que todos los niños acuden al diccionario para comprobar morbosamente el significado de palabras como “teta” o “pene” y, los más osados, que no es mi caso, de “coño” y “polla”, me di cuenta de que estaba perdidamente enamorado de Mónica. Me acuerdo del día en que le declaré mi amor, no debíamos tener más de doce años. Lo hice con todo mi ardor, con palabras aprendidas de una película de José Luis López Vázquez. Hasta imité el tonó que ese gran actor utilizaba para relacionarse con las turistas suecas, un tono que ahora me parece espeluznantemente cretino:

-Mónica, te quiero, te amo, te deseo. Te amaré siempre -le dije-.
-Ji ji -dijo Mónica.
-Haré por ti cualquier cosa -añadí.
-Cántame una canción de Roberta Flack que no sea “Killing me softly with this song” -respondió ella.

Por mucho que lo intenté no pude, por supuesto, cumplir su petición. Nadie lo hubiera podido hacer, claro. Ni siquiera ahora en nuestros días, ni aun recurriendo al Google. Años más tarde llegué a conocer a Roberta Flack en persona y le conté esta anécdota, pero esa es otra historia. Lo importante es que ese día Mónica rechazó mi amor. En fin. Pasaron los años y seguimos siendo íntimos amigos y conocí a todos sus novios adolescentes, hasta que con el tiempo mi perseverancia derribó los muros de su resistencia y nos convertimos en novios, amantes y, posteriormente, marido y mujer.
Y a eso iba, a nuestra boda. En realidad no recuerdo gran cosa de ese día hasta el momento en que mossèn Sugranyes dijo ante el altar:

-Puedes besar a la novia.

Esas fueron sus últimas palabras antes de derrumbarse con estrépito, llevándose consigo el micrófono y el enorme atrio de madera, lo que aumentó hasta el ridículo el tremendo ruido de la catástrofe. En esos segundos posteriores, por mi cabeza pasaron un montón de cosas. Al ver a mossèn Sugranyès inmóvil en el suelo, por un momento pensé en besar a Mónica obedeciendo su última orden. Pero me detuvo la cara de pasmarote de ella y recuerdo que pensé que nunca antes, en nuestros largos años de noviazgo, le había visto esa expresión tan pánfila y que quizá si la hubiera visto no habríamos llegado a ese punto en que contemplábamos el cuerpo de mossèn Sugranyes a nuestros pies. Me di la vuelta buscando con la mirada a mi hermano Venancio, mi padrino, siempre dispuesto a ayudarme en mis dudas con la informática, la declaración de Hacienda y la mecánica, pero comprendí que esa vez también Venancio estaba desbordado y sin soluciones. Pensé en gritar la célebre frase “¿hay algún médico en la sala?” y me acordé del médico de la familia, el anciano doctor Mansilla Caravaca, pero por el nerviosismo del momento no pude precisar en mi mente si el doctor estaba invitado a la boda o si ya había fallecido. Paseé mi vista por la iglesia y pude ver que todos los invitados estaban como paralizados y fascinados ante la imagen de mossèn Sugranyes tumbado en el suelo ante nosotros. Entonces se acercó el padre de Mónica y se arrodilló ante el sacerdote, examinando su cuerpo con manos que me parecieron expertas. Pero recordé que su padre era fontanero y no médico y me temí que tras una breve exploración se levantara y diagnosticara: “Ha sido la cal del agua”. Al final fue el abogado Botubot quien tomó las riendas del caso y dispuso que trasladaran el cuerpo exánime del mossèn a la sacristía y a nosotros al restaurante “Los Caracoles” para, al menos, tomar las fotos de rigor y aprovechar el banquete, ya pagado. Pero para entonces en mi mente había brotado la certeza de que el futuro de nuestro matrimonio era negro.

4 Comments:

Blogger Reich said...

Intentaré recordar que las próximas entregas debo leerlas fuera de la oficina, porque la carcajada que he soltado con la cara de pánfila de Mónica no sé como justificarla...

Soy una lectora entusiasta de Eduardo Mendoza y me recuerdas mucho a él...

Besos.

12:41 PM  
Blogger Jordi said...

Bueno, que yo pueda recordar ni que sea mínimamente a Eduardo Mendoza es todo un elogio. Yo soy más joven que él, aunque no tan guapo. Ah, y que el sacerdote del cuento se llame Sugranyes es, por supuesto, por influencia de Eduardo Mendoza.

1:19 PM  
Blogger Cabeza Mechero said...

Pobre doctor Sugranyes! La de facturas de pepsi cola que tiene que pagar!

8:33 PM  
Anonymous Anonimo said...

Los que seguimos a Mestre desde hace años sabemos que tiene más influencias de Ramón que de Eduardo Mendoza.

1:25 PM  

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