Miedo a perder el avión
La Nueva y yo tuvimos unos días de vacaciones y nos fuimos por ahí. Visitamos un par de ciudades y conocimos la hospitalidad de sus afables gentes, paseamos por sus añejas callejuelas y por sus populosas avenidas, descansamos a la sombra de sus aseados jardines, descubrimos singulares rincones y coquetas plazoletas, lloramos sus ruinas, admiramos su imparable espíritu de modernidad y alabamos su cosmopolita mezcolanza de razas y etnias, nos dejamos seducir por su amplia paleta de colores, sonidos y olores, nos asombramos de sus caudalosos ríos y de sus elegantes fuentes, disfrutamos de su variopinta gastronomía, de sus apetitosos postres caseros y trasnochamos en sus tabernas trasegando sus mejores vinos y licores, nos admiramos de la incomparable luz de sus amaneceres, escuchamos con atención sus milenarias leyendas, respetamos sus ancestrales tradiciones y participamos con infantil alegría de sus danzas rurales, recorrimos sin desmayo por sus museos y gozamos de las riquezas allí atesoradas, subimos escalinatas, ascendimos y bajamos numerosas torres, faros y campanarios.
Todo esta infumable sarta de tópicos la he ido copiando de varios libros de viajes, no todos ellos referidos a las ciudades que la Nueva y yo hemos visitado en estos últimos días. Y es que no importa: en este último viaje nos lo pasamos la mar de bien, como siempre, porque la Nueva y yo somos de buen conformar y con un humilde plato caliente y un aseado catre ya nos sentimos contentos, y además no es eso de lo que quería hablar. Lo que quería contar, y sin duda debería haber empezado por aquí, es que mi mayor terror es perder el avión y que ese atroz pánico suele estropear el primero y el último día de mis vacaciones, en el caso de que a ese medio de transporte debamos recurrir.
A la Nueva no le sorprende; realmente no debería hacerlo, porque ya el día en que decidimos unir nuestras vidas para siempre le puse en antecedentes de ese terror mío a perder los aviones. Se lo dije incluso antes de revelarle que puedo comer de todo pero que no soporto las habas y que ni se le ocurra cocinarlas en nuestra casa. O que también odio a los meteorólogos. Se lo dije incluso antes de contarle que mi sueño más aterrador no es, curiosamente, uno en el que pierdo el avión, sino aquel en el que me llaman de la Facultad y me comunican que han descubierto que, por un error burocrático, aún me faltan dos asignaturas para acabar la carrera. Que mi mascota es un Marsupilami de peluche o que mis gafas se deben a la miopía y no al astigmatismo y que soy de una gigantesca torpeza manual.
Así pues, el día en que debemos tomar un avión la Nueva ya está preparada para todo, me surte de tilas y calmantes mientras yo diseño planes A, B y C para desplazarnos al aeropuerto evitando cualquier contigencia como huelgas de taxi, de autobuses y trenes, atascos de tráfico, lluvias torrenciales o copiosas nevadas, dantescos incendios y kafkianos asesinatos en masa, deslizamientos de tierras en las autopistas, terremotos y/o invasiones de potencias extranjeras hostiles. Me proveo de varios despertadores y reviso varias veces las maletas (hechas dos días antes) para asegurarme de que nadie haya puesto en ellas armas, bombas, drogas o animales exóticos prohibidos, y compruebo hasta el hastío que los DNI y los billetes de avión estén en mi poder. Obligo a la Nueva a desplazarnos al aeropuerto con cuatro o cinco horas de antelación, soy el primero en la cola de facturación para eludir el peligro de que la azafata sufra una parada cardiorrespiratoria durante su agobiante trabajo o de que falten plazas en el avión. Una vez pasado el check-in, prohibo a la Nueva que entre en las tiendas libres de impuestos, no sea que nos distraigamos y no oigamos la llamada para el embarque, y soy el primero en entrar en el avión. Sólo entonces me relajo y le digo a la Nueva:
-Bueno, vamos pallá.
Todo esta infumable sarta de tópicos la he ido copiando de varios libros de viajes, no todos ellos referidos a las ciudades que la Nueva y yo hemos visitado en estos últimos días. Y es que no importa: en este último viaje nos lo pasamos la mar de bien, como siempre, porque la Nueva y yo somos de buen conformar y con un humilde plato caliente y un aseado catre ya nos sentimos contentos, y además no es eso de lo que quería hablar. Lo que quería contar, y sin duda debería haber empezado por aquí, es que mi mayor terror es perder el avión y que ese atroz pánico suele estropear el primero y el último día de mis vacaciones, en el caso de que a ese medio de transporte debamos recurrir.
A la Nueva no le sorprende; realmente no debería hacerlo, porque ya el día en que decidimos unir nuestras vidas para siempre le puse en antecedentes de ese terror mío a perder los aviones. Se lo dije incluso antes de revelarle que puedo comer de todo pero que no soporto las habas y que ni se le ocurra cocinarlas en nuestra casa. O que también odio a los meteorólogos. Se lo dije incluso antes de contarle que mi sueño más aterrador no es, curiosamente, uno en el que pierdo el avión, sino aquel en el que me llaman de la Facultad y me comunican que han descubierto que, por un error burocrático, aún me faltan dos asignaturas para acabar la carrera. Que mi mascota es un Marsupilami de peluche o que mis gafas se deben a la miopía y no al astigmatismo y que soy de una gigantesca torpeza manual.
Así pues, el día en que debemos tomar un avión la Nueva ya está preparada para todo, me surte de tilas y calmantes mientras yo diseño planes A, B y C para desplazarnos al aeropuerto evitando cualquier contigencia como huelgas de taxi, de autobuses y trenes, atascos de tráfico, lluvias torrenciales o copiosas nevadas, dantescos incendios y kafkianos asesinatos en masa, deslizamientos de tierras en las autopistas, terremotos y/o invasiones de potencias extranjeras hostiles. Me proveo de varios despertadores y reviso varias veces las maletas (hechas dos días antes) para asegurarme de que nadie haya puesto en ellas armas, bombas, drogas o animales exóticos prohibidos, y compruebo hasta el hastío que los DNI y los billetes de avión estén en mi poder. Obligo a la Nueva a desplazarnos al aeropuerto con cuatro o cinco horas de antelación, soy el primero en la cola de facturación para eludir el peligro de que la azafata sufra una parada cardiorrespiratoria durante su agobiante trabajo o de que falten plazas en el avión. Una vez pasado el check-in, prohibo a la Nueva que entre en las tiendas libres de impuestos, no sea que nos distraigamos y no oigamos la llamada para el embarque, y soy el primero en entrar en el avión. Sólo entonces me relajo y le digo a la Nueva:
-Bueno, vamos pallá.
8 Comments:
La parte positiva, es que a pesar de la fobia sigas teniendo ganas de cojer aviones y los cojas. No importa el modo en que consigues hacerlo.
Yo solo de pensar en los aeropuertos... ya no voy. No decian que en el futuro todo se podría hacer desde casa. En este sentido cada día me parezco más a Stanley Kubrick.
Yo lo que no puedo evitar durante el día del embarque y el anterior es calcular cada 10 minutos la hora a la que tengo que salir de casa para llegar a tiempo.
Como odio esperar tengo que calcularlo para que no me sobren más de 10 minutos (tiempo suficiente para arruinarme en el dutty free).
Lo curioso es que no consigo que mis cálculos den el mismo resultado dos veces.
Y ¿coges muchos aviones? Porque pienso que todo eso se te quitaba si tuvieras que hacerlo cada semana. A no ser que te diviera ese ritual, claro.
Ja, ja, ja ... em salten les llàgrimes. T'estimaria igual encara que passessim les vacances a l'aeroport.
Yo no me preocuparía en exceso, ese tipo de síntomas todo el mundo sabe que sobrevienen como consecuencia de un síndrome de Ben Hur mal curado. Un par de docenas de sesiones con tu amigo Baldiri, digo el Doctor Furrallats, y tendrá que ser la Nueva la que te tenga que apremiar a que dejes de tocar el piano para encaminarte de una vez al aeropuerto.
Yo tenía el mismo miedo, siempre llego tarde a todas partes. Perder un avión me parecía que conllevaba las consecuencias más terribles en lo que a llegar tarde se refiere. Y sí, lo comprobé la primera vez que me pasó, fue en Londres y tuvimos que quedarnos a dormir en el aeropuerto junto con otros perdedores de todas partes de Europa. Y lo que realmente perdimos un poco aquella noche, fue el miedo a perder el avión.
Con todo el agobio ese que pasas, ¿aun te quedan ganas de viajar? Llegarás destrozado por tanto estrés.
Saludos!
Creo que la mejor forma para quitarte el miedo es seguir viajando constantemente, y demostrarte que no pasa nada. A mi me encanta viajar en avión y me permite llegar a diferentes ciudades. Hace poco logre comprar Vuelos a Bahia Blanca
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