Homer Simpson hizo un brindis a favor del alcohol,
“motivo y solución de todos nuestros problemas”, cuando desde la calle llegó el irritante chirrido -
chirritante- de los frenos de un autobús y los gritos ahogados de un par de mujeres que me llevaron a la conclusión de que algo trágico había sucedido. Salí al balcón y comprobé que, en efecto, no me equivocaba. El autobús acababa de atropellar al típico anciano atontado que cruce la calle sin atender al semáforo. Como suele suceder en estos casos, un silencioso ruido se apoderó de la calle, las mujeres que venían de la compra miraban hipnotizadas la escena, el conductor del autobús movía los brazos como para disculparse, el cuerpo del anciano permanecía tumbado e inmóvil en el paso cebra, llegaba corriendo el hombre que siempre dice que es médico, las persianas de todos los edificios de la calle se abrían en un orquestado movimiento y aparecían otros vecinos alarmados por el chirritante, los otros conductores hacían circular lentamente sus coches ante el cuerpo del anciano para satisfacer su curiosidad y, a lo lejos, ya se oían las crecientes sirenas de los limpiadores de atropellos.
Pensé que en ese pequeño tramo de la ciudad no había en ese momento nada más importante que ese atropello. Pero también que sólo unos metros más a la derecha, o a la izquierda, o hacia el norte o hacia el sur, nada sabían de aquel suceso tan importante. Y que ella, allá en la lejana Australia, ni podía imaginar lo que sucedía justamente ahora en esa calle que tantas veces había cruzado sola o conmigo. Pensé que en ese momento en Australia sería de noche y que ella debía estar durmiendo. O quizá no, quizá estaba trabajando aún en algún raro experimento con ratoncitos de laboratorio. O besándose en algún sitio que yo ignoro con alguien que yo ignoro. O quizá está pensado en mí.
¡Ja!, oí que decía Homer Simpson en la tele. Claro, Homer tenía razón. Qué coño iba a estar ella pensando en mí. Seguro que estaba durmiendo.