La caja negra
La última visita del Papa Benedicto a Barcelona, en noviembre pasado, se vivió en casa con intensa indiferencia. Creo recordar que la Nueva dormitaba en el sofá mientras la televisión emitía el apresurado desfile papal por las calles de Barcelona, a escasos minutos de nuestro hogar, mientras que yo, con el rabillo del ojo, vigilaba por si se caía finalmente la Sagrada Familia o algún fanático disparaba sobre el pontífice, aumentando así la bien ganada fama de mi ciudad como nueva Babilonia mundial, refugio de maleantes, vagos, borrachos y parásitos de toda índole.
No recuerdo que Umbrello, que contaba dos años y medio en aquel entonces, se interesaba en exceso por la figura de Benedicto XVI ni por sus andanzas por las calles adyacentes.
-Mira, Umbrello, la Sagrada Familia -quizá le dije.
-Mmm -quizá dijera él.
No sé. Pero lo cierto es que, esta mañana, mientras le acompañaba a él y a su hermano Fratello a la guardería, noté que su pequeña mano apretaba la mía de repente con fuerza inusitada.
-¿Qué ocurre? -le he preguntado.
-¡Mira, mira!
-¿El qué?
-¡Un papamóvil! -ha exclamado, señalando un vehículo muy similar al de la fotografía que precede a estas líneas.
Ha sido la confirmación de algo que sospechaba desde hace tiempo: la mente de Umbrello es como una gigantesca caja negra que registra todo lo que ocurre a su alrededor, aunque en la mayoría de los casos lo haga con disimulada y elegante indiferencia. Soy feliz: sé que mi tenaz adoctrinamiento acerca de las virtudes del Barça en general y de Leo Messi en particular no ha caído en saco roto, aunque Umbrello, por ahora, simule preferir su taxi de juguete a extasiarse con los últimos goles del fenómeno argentino.