Mi primera intención esta mañana era escribir algo acerca de la Biblia; por ejemplo, de esa escena en la que Jesús afea la conducta del anciano que regaña a quienes persiguen galgos y podencos pero obvia que él, a escondidas, persigue elefantes. Es ese mismo anciano que, en otra parábola, descubre el comportamiento deshonroso de su yerno pero en lugar de denunciarle a los Sacerdotes le envía al extranjero. Pero no escribiré ni una línea de eso, pues al llevar al colegio a Umbrello y a Fratello me ocurrió una levedad que me parece ahora mucho más asombrosa. Al llegar a la escuela, Umbrello rebuscó en su mochilita y depositó confidencialmente algo en mi mano:
-Son los puñales de mi disfraz de Tortuga Ninja. Los había cogido de casa, pero la maestra no quiere que llevemos armas a clase.
Elogié interiormente el buen juicio de la maestra y la prudencia de Umbrello, obviando sin embargo, como aquel viejo de la parábola, quién regaló a Umbrello ese disfraz tan violento y quién puso esos puñales en su mochila. Pensando en eso volví andando hacia casa, con un puñal en cada mano, pues yo no uso ni bolsas ni mochilas y no me cabían en los bolsillos. Al llegar al Punt Verd, la desechería donde completo mi biblioteca con los libros que mis conciudadanos abandonan, tuve la suerte de hacerme con un ejemplar de
Las almas muertas, de mi querido Gogol.
-Dos puñales y una novela –me dije- Buen título si argumento tuviere.
En fin. Pues eso. Que Dios os dé una lúcida vejez.
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