Fiel a su costumbre de no utilizar jamás los timbres, otra más de sus muchas excentricidades, Borderas, supongo, empezó golpeando suavemente la puerta con sus nudillos y al cabo de un rato debió de pasar de la suavidad al franco y directo aporreamiento con sus puños. Y como yo no le abría decidió gritar, primero mi nombre, imagino, y después mi nombre y algún insulto y luego se olvidaría de mi nombre y de su boca saldrían sólo insultos y más insultos, cada vez más imaginativos e irreproducibles. Borderas jamás tuvo mucha paciencia y creo que tras los insultos debió de pasar a las patadas a la puerta, a las embestidas con todo su cuerpo como si de un ariete se tratara y ya por entonces todo él sería una fuerza bruta descontrolada, le veo con su cara enrojecida, con esa gigantesca vena que se le marcaba en el cuello en sus momentos de más furia y cuyo estrepitoso reventón imaginé tantas veces. Y afirma la autopsia que al final atacó la puerta de mi casa con salvajes trompazos de su propia cabeza, tan sólida que parecía sobre ese cuello de jugador de rugby y que al final no debió de ser tan sólida como imaginábamos porque como todos sabéis acabó fracturándose el cráneo y los derrames internos fueron incontrolables. Estoy seguro de que su último pensamiento antes de derrumbarse en la acera fue el de maldecirme por no abrirle la puerta, sin pensar, siempre impetuoso Borderas, que quizá yo no estuviera en casa.
Cuando llegué aún vivía o mejor sería decir que aún se estaba muriendo entre sanitarios, ambulancias, policías y curiosos que admiraban sin recato la gran mancha de sangre todavía fresca estampada en mi puerta y la ya deforme cabeza de Borderas agonizante. Me vio aún y en su último esfuerzo se llevó la mano al bolsillo para entregarme unos papeles.
-Te llevaba esto. ¿Dónde estabas? -silabeó con inhumana dificultad.
-Fui al médico -dije.
No dijo más. Miró al cielo y se murió. Tomé los papeles de Borderas y vi que se trataba de un par de folios mecanografiados con un sugerente título: “Toda la verdad de mis excentricidades”. Un sanitario pidió que me apartara, otro me empujó si querer, un policía me tomó de un brazo para hacerme unas preguntas, vi un flash y luego otro y otro y supuse que los chicos de la prensa ya habían llegado al lugar del suceso y entre una cosa y otra me di cuenta de que ya no tenía en mis manos los papeles de Borderas y que jamás podría saber el por qué de sus excentricidades, ni siquiera de la última, la que le llevó a la muerte delante de mi casa. Desde entonces jamás voy al médico, no sea que un amigo vuelva a llamar a la puerta. Otra de mis excentricidades, supongo.