Sostiene la Nueva que nuestros hábitos alimenticios, los míos y los suyos, están equivocados. Dice ella, levantando un puño al aire como Scarlett O´Hara en
Lo que el viento se llevó, que apenas comemos fruta y verduras y que ingerimos en exceso alimentos insanos, grasas saturadas y productos industriales y cosas de esos. Yo la escucho impasible mientras devoro los restos de la fabada asturiana de bote y observo el postre que me he preparado, un cruasán relleno de mantequilla y nocilla, y recuerdo con deleite los Tigretones y Bonis de mi infancia. Cuando la Nueva termina su discurso, me como en tres bocados mi grasiento cruasán y le digo:
-Límpiate la cara que te han quedado restos de Nocilla y vístete, que vamos a salir.
-¿A dónde vamos? -dice ella, relamiéndose con aspecto culpable.
-Ya lo verás -digo yo, mientras engullo un café doble.
Así que salimos y busco al azar alguna de las muchas escuelas del barrio, situadas todas de forma estratégica para que, cuando se produce cualquier catástrofe, los periódicos puedan decir: “El desastre podría haber tenido consecuencias mucho más graves de haberse producido en hora punta, pues a pocos metros del lugar del suceso se encuentra una escuela”.
Así que hallamos sin problemas una escuela y, dado que es hora punta, una multitud de párvulos y adolescentes ocupan alegremente las aceras colindantes fumando y comiendo chucherías. La Nueva y yo paseamos entre ellos y le digo yo:
-¿Lo ves? Son muchachos y muchachas de entre cinco y dieciséis años, y casi todos ellos nos pasan un palmo. Se les ve sanos y felices, altos y guapos. Bueno, todos menos aquel de ahí, que parece tan raro y ridículo. Debe ser hijo de Cepeda.
-¿Quién es Cepeda? -pregunta ella.
-Un condiscípulo mío. Hablé de él en este mismo blog -explico yo- Pero no cambiemos de tema. Observas, querida Nueva, a todos esos niños y niñas, y compruebas su saludable aspecto.
-¿Y? -de ella.
-Pues eso demuestra que es la alimentación a base de productos industriales, grasas saturadas y alimentos que tú llamas insanos la que ha creado estos atléticos adonis y atractivas amazonas.
-Pero las verduras y los alimentos naturales... -empieza la Nueva.
-¡Paparruchas! -exclamo yo- Retrocede mentalmente y piensa en la alimentación por la que se regía la humanidad antes de la invención de los productos industriales y las grasas saturadas.
-¿Qué ocurría? -pregunta ella con interés.
-Las gentes se alimentaban de sanos productos que cultivaban con esmero en coquetos huertecitos. Tomates lechugas, judías, cebollas, patatas... toda esa clase de cosas.
-Claro -dice ella.
-A consecuencia de eso -continúo yo- la esperanza de vida de la humanidad era espantosamente bajo. La gente comía un par de lechugas y un tomate, se decían unos a otros: “¡Qué sano hemos comido hoy!”, salían a la calle y fallecían en cualquier momento y en cualquier sitio sin haber cumplido, como mucho, los cuarenta años. Y no se quejaban, no, los cuarenta años era ya una edad provecta.
Veo que la Nueva empieza a dudar y prosigo:
-Morían espantosamente jóvenes, rellenos de tomates y lechugas, sanísimos productos según tú. Sólo tras la Revolución Industrial, que en sus fases últimas nos trajo el regalo de los alimentos industriales y las grasas saturadas, la esperanza de vida de la humanidad se elevó hasta los límites que hoy en día conocemos. Y no sólo la esperanza de vida: como te he demostrado en esta hora punta, el aspecto de nuestra juventud es cada vez más saludable y atlético.
-¿Y la epidemia de obesos en Estados Unidos? -insiste aún ella, pero ya dudando.
-¡El exceso, querida! -digo yo triunfante- Hay que comer bien, pero sin excesos. No más de dos o tres cruasanes al día, por ejemplo.
La Nueva me mira agradecida y vamos a tomarnos un Monster Umbrella, un grasiento helado típico del Clot.