La Muerte tenía un nombre
De adolescente paseaba a menudo por las calles de mi barrio de entonces, el Eixample, aburrido, fumando a escondidas, pensando en qué sería de mi vida y reflexionando sobre los eternos males del Barça. En fin, las cosas típicas de la edad. Ah, y claro, soñaba también que en la siguiente esquina me daría de bruces con esa chica que vivía en otro barrio y que, presa ella de un repentino y loco amor por mí, habría decidido pasear cerca de mi casa, a ver si me veía y le invitaba yo a tomar juntos una Coca-cola y nos dábamos unos morreos. Durante años paseé mucho, fumé cartones enteros, pensé horas y horas, nunca hallé una solución a los males del Barça -tuvo que llegar Cruyff, pero para entonces yo ya era un hombre, un hombre tontorrón pero un hombre al fin y al cabo- y a la chica mona nunca le dio por hacer realidad mi sueño y jamás la vi pasearse por mi barrio. A quien sí me encontraba, y miles de veces, continuamente, cada día, cada vez que salía de casa, lloviera o hiciera sol, era a un anciano pequeñito que lucía siempre un gastado jersey verde.
En ocasiones me acompañaba una de mis hermanas. Un día paseábamos los dos, haciendo yo esas cosas que ya he contado y, supongo, haciendo ella cosas similares -exceptuando lo del Barça- cuando nos cruzamos en una esquina con el anciano pequeñito del jersey verde. Harto de tantos encuentros le comenté a mi hermana:
-Cada vez que salgo de casa me encuentro con ese viejo.
-¡Yo también! -exclamó ella.
Comentamos el hecho con el resto de nuestras hermanas -tenemos cuatro más, dos ella y dos yo- y, al describirles el aspecto del anciano del jersey verde, nos dimos cuenta de que también ellas se cruzaban con él continuamente.
-¡Está en todas las esquinas! -dijo una.
-¡En todas partes! -dije yo.
-Como la muerte -dijo otra, muy aficionada en esos tiempos a los temas fúnebres.
-Dios mío -dije- El viejo del jersey verde es La Muerte.
Lo vi muy claro. Salía de casa y me encontraba con la Muerte. Iba a pasear y me cruzaba con La Muerte. Empecé a sentirme como Clint Eastwood en un imaginario spaguetti western urbano: “La Muerte espera en cada esquina”. Cada vez que veía venir a La Muerte intentaba adoptar una expresión facial que a mí me parecía muy de Clint, serio e impasible, expresión que se me quedó grabada hasta hoy. No quiero decir que me parezca a Clint Eastwood: soy más bien una mezcla de Peter Lorre y Jerry Lewis imitando a Clint Eastwood. En cualquier caso a La Muerte nunca pareció importunarle cruzarse continuamente con un adolescente que imitaba a Clint Eastwood a su paso: nunca desenfundó su revolver ni me dirigió palabra alguna. La Muerte me ignoraba.
Pero yo seguía paseando y preguntándome qué sería de mi vida y fumando y preocupándome del Barça. La chica de otro barrio insistía en no aparecer jamás por el mío, como ya he dicho, y yo perfeccioné mi aspecto de Clint Eastwood dejándome sin afeitar mi pelusilla facial. La Muerte seguía rondándome, aplazando siempre nuestro duelo. Pero todo terminó al final de mi adolescencia: Un día le vi venir de lejos; me levanté el sombrero que no llevaba con un bien aprendido gesto de la mano izquierda y con la derecha toqué levemente mi inexistente revólver, y endurecí mi expresión facial, lamentando una vez más la miopía que obligaba a Clint Eastwood a llevar gafas. A pocos metros de nuestro millonésimo encuentro, oí una voz:
-¡Paco! -gritó un señor desde la acera de enfrente.
La Muerte se detuvo, buscó con la mirada, miró a la otra acera y saludó alegremente con la mano. La Muerte se llama Paco, pensé con asombro. En un instante dejé de sentirme como Clint Eastwood y pasé a verme como Mariano Ozores en una horripilante película española del Oeste.
En ocasiones me acompañaba una de mis hermanas. Un día paseábamos los dos, haciendo yo esas cosas que ya he contado y, supongo, haciendo ella cosas similares -exceptuando lo del Barça- cuando nos cruzamos en una esquina con el anciano pequeñito del jersey verde. Harto de tantos encuentros le comenté a mi hermana:
-Cada vez que salgo de casa me encuentro con ese viejo.
-¡Yo también! -exclamó ella.
Comentamos el hecho con el resto de nuestras hermanas -tenemos cuatro más, dos ella y dos yo- y, al describirles el aspecto del anciano del jersey verde, nos dimos cuenta de que también ellas se cruzaban con él continuamente.
-¡Está en todas las esquinas! -dijo una.
-¡En todas partes! -dije yo.
-Como la muerte -dijo otra, muy aficionada en esos tiempos a los temas fúnebres.
-Dios mío -dije- El viejo del jersey verde es La Muerte.
Lo vi muy claro. Salía de casa y me encontraba con la Muerte. Iba a pasear y me cruzaba con La Muerte. Empecé a sentirme como Clint Eastwood en un imaginario spaguetti western urbano: “La Muerte espera en cada esquina”. Cada vez que veía venir a La Muerte intentaba adoptar una expresión facial que a mí me parecía muy de Clint, serio e impasible, expresión que se me quedó grabada hasta hoy. No quiero decir que me parezca a Clint Eastwood: soy más bien una mezcla de Peter Lorre y Jerry Lewis imitando a Clint Eastwood. En cualquier caso a La Muerte nunca pareció importunarle cruzarse continuamente con un adolescente que imitaba a Clint Eastwood a su paso: nunca desenfundó su revolver ni me dirigió palabra alguna. La Muerte me ignoraba.
Pero yo seguía paseando y preguntándome qué sería de mi vida y fumando y preocupándome del Barça. La chica de otro barrio insistía en no aparecer jamás por el mío, como ya he dicho, y yo perfeccioné mi aspecto de Clint Eastwood dejándome sin afeitar mi pelusilla facial. La Muerte seguía rondándome, aplazando siempre nuestro duelo. Pero todo terminó al final de mi adolescencia: Un día le vi venir de lejos; me levanté el sombrero que no llevaba con un bien aprendido gesto de la mano izquierda y con la derecha toqué levemente mi inexistente revólver, y endurecí mi expresión facial, lamentando una vez más la miopía que obligaba a Clint Eastwood a llevar gafas. A pocos metros de nuestro millonésimo encuentro, oí una voz:
-¡Paco! -gritó un señor desde la acera de enfrente.
La Muerte se detuvo, buscó con la mirada, miró a la otra acera y saludó alegremente con la mano. La Muerte se llama Paco, pensé con asombro. En un instante dejé de sentirme como Clint Eastwood y pasé a verme como Mariano Ozores en una horripilante película española del Oeste.