Diré muy brevemente que, pese a las convicciones que hasta hace poco hemos defendido, la Nueva y yo deseamos tener un niño. Con ese objetivo llevamos unos pocos meses aplicando los métodos tradicionales. Los de siempre, vaya, los que aparecen hasta en la Biblia: el conocimiento carnal entre hembra y varón sin impedimentos para engendrar y procrear. Dicho así suena hasta como un castigo, pero es bastante divertido. Para optimizar nuestros trabajos, la Nueva se ha convertido en experta en algunos arcanos del niñamiento como el periodo de ovulación o la temperatura basal. Sin embargo, nuestros esfuerzos y sudores no han tenido aún recompensa. Ese es uno de los problemas que nos ocupa en las últimas semanas.
Diré también, y también muy brevemente, que la otra grave preocupación que nos ha ido acuciando a la Nueva y a mí últimamente es el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, eso que popularmente se llama
La Declaración o
La Renta, cuyo plazo de entrega final se avecinaba a pasos agigantados ante nuestra monumental indolencia.
Ayer solventamos el segundo problema e incluso teníamos fundadas esperanzas de haber solucionado también el primero, pues la Nueva se sentía como la RENFE y me anunciaba grandes retrasos. Pero esta mañana la he visto salir del lavabo con rostro compungido y, sin que ella me dijera nada, he comprendido la triste noticia.
-Te ha venido la Renta, ¿verdad? -he dicho.
Tras unos segundos de estupor, su tristeza se ha convertido en risa y, tras aclararme ella mi involuntario lapsus linguae, he unido mis risas a las suyas y, a las siete de la mañana, hemos tomado un vermouth Yzaguirre para ahuyentar cualquier atisbo de tristeza que aún pudiera quedar.