La noticia, no por recurrente, dejaba de llamarme siempre la atención: una empresa constructora iniciaba las obras de un un nuevo parking, una estación de metro o un vulgar edificio y, zas, a las primeras paladas aparecía enterrada una ciudadela romana “extraordinariamente bien conservada”, según observaba invariablemente la prensa. Entonces las obras se detenían y en los días posteriores los arqueólogos encontraban todo tipo de objetos y utensilios, especialmente platos de cerámica –siempre rotos en mil pedazos-, vasijas y ánforas.
Cada dos por tres, decía, la noticia aparecía en los medios de comunicación -y sigue apareciendo- y yo, como un bobo, me sorprendía. Me asombraba el nulo apego de los romanos por sus platos de cerámica, sus ánforas y sus vasijas, que abandonaban a las primeras de cambio. Por el motivo que fuera –una erupción volcánica, una invasión cartaginesa, un cambio de domicilio, yo qué sé- el romano cogía a su familia, sus cuádrigas, sus vestales y sus denarios y se iba de casa dejando atrás cerámicas, ánforas y vasijas. ¿Cómo podía ser eso?
Supe la respuesta cuando dejé la casa de mis padres y me independicé. Fue entonces cuando me di cuenta de que pensaba abandonar en el hogar paterno sin mucho miramiento un sinfín de pertenencias. No poseía platos de cerámica ni vasijas ni apenas ánforas, pero sí todo tipo de cachivaches que, ante la compungida mirada de mi madre, decidí dejar allí.
-¿Y eso? –decía mi madre, señalando, por ejemplo, mi pez espada conservado en formol.
-Ah, bueno. Ya vendré a buscarlo más adelante –mentía yo.
Entendí entonces el problema de los romanos. Vi, como si estuviera yo allí, a Máximo Agripa diciéndole a su mujer:
-Mira, que viene Aníbal. Vayámonos ya. Nos llevamos todo esto y lo demás lo dejamos.
-¿Y las ánforas, las vasijas y el plato de cerámica? –diría Agripinila.
-Ya vendré a por ellos más tarde –mentiría Máximo.
-Bueno, espera, que guardo el plato en el armario –diría su mujer, de torpes manos, décimas de segundo antes de dejar caer accidentalmente al suelo el plato, que se rompería en mil pedazos y que permanecería allí roto pero intacto hasta que un par de miles de años después alguien decidiera construir en el mismo lugar un parking.
En fin. Así ocurría, sin duda. Cambiando de tema pero hablando de lo mismo, como dijo no sé quién, no puedo dejar de contar que mi segunda y última mudanza, ya con la Nueva, Umbrello y Fratello a cuestas, fue similar a la primera y que en el viejo piso abandonamos una infinidad de objetos, incluido esta vez hasta un plato de cerámica –un recuerdo de Palencia, ciudad a la que nunca llegamos a visitar-, muchas vasijas y quizá alguna ánfora. Curiosamente, cuando llegamos al piso que ahora habitamos comprobamos casi con tristeza que su antigua propietaria no nos había dejado nada en herencia. Solo un enorme y feo reloj de pared de madera que no funcionaba y que tuve que astillar con mi hacha para poder bajarlo a la calle, y una silla. Sí, una silla, sola, triste, cubierta de polvo en una habitación a oscuras, como el arpa de Bécquer. Medio en broma y medio en serio, como sabíamos que la antigua inquilina había fallecido meses atrás, la Nueva y yo bautizamos a la silla como “la silla de la muerta” y decidimos tácitamente quedarnos con ella, decisión en la que también influyó el hecho de que íbamos muy cortos de sillas.
Con el tiempo, la silla de la muerta conservó su sitio en la casa y, también, su fúnebre nombre, hasta el punto de que el inocente Umbrello pide a veces sentarse “en la silla de la muerta”. Me temo que cree que en todas las casas hay una y también temo el día en que Fratello deje de hablar como Ferran Adrià y empiece a hablar normal y en nuestra casa haya dos niños peleándose a gritos por la silla de la muerta. Eso sí, cuando dejemos este piso nos la llevamos con nosotros.