martedì, agosto 30, 2005

Freddy

-Lo siento -dije yo- Ahí no entro.
-¿Por qué? -dijeron mis amigos.
-No me gusta que me asusten -afirmé.

Y a partir de ahí mis amigos echaron en cara mi cobardía, mi escasa solidaridad y mi excesiva terquedad, y de nada sirvieron mis excusas, lo de que no me gusta que me asusten (que admito que es falso) y lo de que yo en realidad ni siquiera quería ir esa noche al Parque de Atracciones. Al final, Screaming pidió la palabra y, con espíritu didáctico, me explicó:

-El Castillo del Terror es para niños, hombre. Casi no da miedo -dijo.
-Entonces para qué entrar -repuse yo, no sin cierta lógica.
-Venga hombre, no seas así -dijo- Yo he entrado ya dos o tres veces. Iré a tu lado y te iré avisando de los sustos.

En fin, que ante la proposición de Screaming y las injustas acusaciones de gallina que está recibiendo de mis amigos, acepté entrar al Castillo del Terror. Y para dejar claro que yo de gallina nada, me puse delante de todos. Detrás de mí, Screaming iba cumpliendo su promesa.

-Ahora saldrá Drácula -me avisaba.

Y en efecto, aparecía Drácula por una puerta, y yo le saludaba con una valentía digna de encomio: Hola qué tal, decía yo. Y a Frankenstein, y a la niña del Exorcista, y a todos los monstruos que allí habitaban los iba saludando con una pasmosa tranquilidad, para desconcierto de los actores. De vez en cuando, oíamos al final de la cola gritos histéricos de nuestros amigos, los mismos que me habían acusado de gallina.

-Es que ahora ha aparecido un tío degollado para asustar a los que van detrás -me explicaba Screaming.

Y así iban sucediendo las cosas en el Castillo del Terror. Debo decir que mi amigo Screaming demostraba tener una memoria prodigiosa, pues se sabía de pe a pa todos los trucos de la instalación. Pero también debería explicarles que Screaming sufre una especie de dislexia mental, y frecuentemente confunde palabras y nombres. Así se explica que, casi al final, me avisara:

-Ahora por esa puerta va a salir Freddy Mercury -dijo.
-¿Freddy Mercury? ¿Qué hace aquí? A mí no me da miedo Freddy Mercury -afirmé.
-¿No?
-No. Para nada.

Y se abrió la puerta y apareció Freddy, y yo dije ahhh y di un salto como una gallina y grité como un ñu y Freddy Kruger y no Mercury se acercó a mí y con sus afiladas garras acarició mi cuello.

-Usted no es Freddy Mercury -es lo único que se me ocurrió decir, mientras se me erizaban todos los pelos del cuerpo, hasta los más íntimos.
-Qué dices -me dijo desconcertado el actor que hacía de Freddy Kruger.
-Nada. Déjeme en paz -dije yo.

Salí corriendo de la sala. Screaming me persiguió.

-¡Tranquilo, tranquilo! Sólo es un actor.
-Ya lo sé, hijo de puta. ¿Quién va a salir ahora? ¿Brian May? ¿Montserrat Caballé?
-Qué dices. Ahora sale el hombre lobo -explicó él.

Parecidos

“A Anglada le seguía un señor que, de cerca, parecía el mismo Anglada visto de lejos”

(Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: Seis problemas para don Isidro Parodi)

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sabato, agosto 27, 2005

Gary Larson (5)


“¡Claro, por supuesto que lo hice a sangre fría, idiota, soy un reptil!”
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Despedidas

La miré a los ojos, respiré profundamente y hablé:

--Te quiero. Te he querido siempre y sé que lo sabes --dije, con un creciente sentimiento de ridículo.
--Quizá no es el momento --dijo ella, mirando a lo lejos.
--Ya lo sé --admití.
--Me voy a Australia --me recordó ella.
--Sí.
--Durante ocho meses.
--Sí.
--Tengo que ir a la puerta de embarque --dijo, levantándose.

Me dio un cariñoso beso en la mejilla y dijo adiós con una nerviosa sonrisa. “Te escribiré”, añadió. Me quedé unos minutos de pie, en el enorme vestíbulo del aeropuerto, viendo primero como ella subía las escaleras mecánicas, sin mirar hacia atrás y luego, cuando su figura se perdió tras el control de pasaportes, el ir y venir sin aparente sentido de tantas personas desconocidas.
En el coche, de vuelta a casa, conduje maquinalmente, sin dejar de pensar en esa grotesca despedida que acababa de protagonizar. Las lágrimas anegaron mis ojos y, absurdamente, puse en marcha el limpiaparabrisas. El irritante chirrido de las manecillas frotando el cristal seco del parabrisas me hizo volver a la realidad. Dejé avergonzado que gruesos lagrimones cayeran por mis mejillas y pensé que no había llorado desde niño, desde aquel día, tantos años atrás, cuando Damien, mi enorme oso de peluche, se escapó accidentalmente de mis manos para caer en las fétidas aguas del puerto de Barcelona.
Decenas de personas miraron con insana curiosidad como Damien se hundía irremisiblemente en las negras profundidades, sin que apareciera ningún héroe al rescate de mi querido oso. Los grandes ojos negros de plástico de Damien me miraron durante largos minutos diciéndome “sálvame, sálvame”, pero al fin desapareció por completo. Mi padre tuvo que darme un bofetón para que reaccionara, y fue entonces cuando empecé a llorar.

giovedì, agosto 25, 2005

Mirabelle y los pitufos

Mirabelle trabajaba en la fábrica Smurfers de Bruselas y eso a ustedes les dirá más bien poco. Pero si les digo que Smurfers es la empresa que fabrica las miniaturas en plástico de los pitufos quizá sonreirán como yo sonreí cuando Mirabelle me lo explicó en una de esas primeras tardes plomizas que pasé con ella en Bruselas, tomando cafés con leche en algún bar de la avenida Pfaff o en la plaza Vercruyssen. Mirabelle trabajaba en la sección de control de calidad de Smurfers, que es tanto como decir que la mujer se encargaba de asegurar que de la fábrica salieran unos pitufos de un acabado perfecto.
Según me contó, de cada 100.000 pitufos, unos 500, quizá 1.000, son defectuosos, puesto que las máquinas no son exactas, siempre hay que hacer arreglos, correcciones. Sin embargo, hoy en día, las máquinas que fabrican pitufos se controlan informáticamente, así que el problema es mínimo, basta con modificar una variable en el programa, yo que sé, darle más azul en la pintura final o retocar un milímetro a la izquierda la troqueladora para que el pitufo sea perfecto. Aunque claro, eso no lo hacía Mirabelle, de eso se encargaban otros trabajadores cualificados. Mirabelle se sentaba ante una larga cadena y ante ella pasaban cada día miles de pitufos recién pintados y ella escogía al azar uno de, no sé, de cada mil, y lo observaba con detenimiento, y si detectaba algún error detenía el proceso, examinaba los pitufos de la zona de donde procedía el pitufo defectuoso, llamaba al técnico, estudiaban el error, sacaban conclusiones, tomaban las medidas necesarias para que el fallo no se repitiera y el proceso volvía a ponerse en marcha.
Pues mientras Mirabelle me contaba todo esto, yo sonreía. La muchacha parecía realmente contenta con su trabajo.

-Parece un trabajo interesante -dije, en una de las breves pausas que Mirabelle se permitía cuando algún tema, como en ese caso el de los pitufos, le apasionaba.
-En realidad es de mucha responsabilidad -dijo ella- Si me distraigo, pueden salir a la venta miles de pitufos defectuosos.
-Claro -asentí- ¿Y qué hacéis con los pitufos inservibles?
-Los destruyen. Pero no aquí, no en Bruselas. Lo hacen en no sé dónde, los compra una empresa que aprovecha no sé qué componente para fabricar no sé qué.
-Entiendo -dije- Del pitufo se aprovecha todo, ¿verdad?

Por supuesto, no hace falta que lo digan ustedes, está claro que Mirabelle era un poco simplona. Tonta no, pero sí simplona, aunque buena chica, y muy guapa, o al menos a mí me gustaba mucho. A menudo llegaba ella a mi casa con una sonrisa de oreja a oreja y sacaba del bolsillo de su abrigo un nuevo modelo de pitufo:

-¡Mira! ¡El pitufo cantautor! -exclamaba por ejemplo, y me mostraba un pitufo con una guitarra.

Yo sonreía, le daba un beso de bienvenida (a Mirabelle) y ella colocaba el pitufo en la repisa de la chimenea, donde el nuevo inquilino se reunía con el pitufo escritor, el pitufo periodista, la pitufa maestra, el pitufo chino, el pitufo del Barça (que me hizo una especial ilusión), la pitufilla vendedora de palomitas, la pitufa psicóloga y el pitufo loco, el pitufo barman o el pitufo asesino. La empresa Smurfers sacaba continuamente nuevos modelos al mercado, así que pronto mi comedor se asemejó al Museo del Pitufo, lo que daba a mis apasionados encuentros con Mirabelle un cierto aspecto de sueño infantil.
Pero todas las cosas se acaban. Mirabelle y yo acabamos nuestra relación justamente dos semanas antes de que mi contrato en Bruselas expirara y yo tuviera que volver a Barcelona. Pasé tres días empaquetando mis cosas y facturándolas por adelantado, para poder viajar sin peso. Había decidido abandonar a los pitufos, pero el último día sufrí un pequeño ataque de melancolía, así que los recogí y los puse en una vieja maleta. En el taxi hasta la estación Van Boer contemplé con tranquila tristeza los lugares por los que tantas veces había paseado con Mirabelle. En la estación, mientras esperaba el tren, paseé por el andén. De repente, el asa de plástico de mi maleta hizo un traidor “crec”, la maleta cayó al suelo, se abrió con estrépito y decenas de pitufos se desparramaron por el andén. Los otros pasajeros allí reunidos decidieron al unísono desmentir el tópico sobre la civilización y urbanidad de los ciudadanos belgas y por extensión de todo el Benelux, y se lanzaron como posesos sobre mis pitufos. Me quedé pasmado ante tal muestra de ferocidad, pues en apenas unos segundos desaparecieron todos, los pitufos y los belgas. Me di cuenta de que aún llevaba en la mano el asa de plástico de la maleta, tan inoportunamente roto. Lo miré desolado y pensé que, muy probablemente, había sido fabricado con pitufos defectuosos reciclados.

-A la mierda -dije, y lancé el asa y pateé la maleta en dirección a la vía del tren. Un policía se me acercó y reprochó mi incivismo. Mientras me extendía una multa, vi que de uno de sus bolsillos se asomaba travieso el pitufo del Barça.

mercoledì, agosto 17, 2005

Elvis


Ciertos rumores apuntan a que El Rey, que tiene ya 70 años, podría volver próximamente para salvar el mundo y acabar con la absurda creencia de que murió el 16 de agosto de 1977, ayer hizo 28 años. Mientras tanto, y en su honor:

Suspicious minds

We’re caught in a trap
I can’t walk out
Because I love you too much baby

Why can’t you see
What you’re doing to me
When you don’t believe a word I say?

We can’t go on together
With suspicious minds
And we can’t build our dreams
On suspicious minds

So, if an old friend I know
Drops by to say hello
Would I still see suspicion in your eyes?

Here we go again
Asking where I’ve been
You can’t see these tears are real I’m crying

We can’t go on together
With suspicious minds
And be can’t build our dreams
On suspicious minds

Oh let our love survive
Or dry the tears from your eyes
Let’s don’t let a good thing die
When honey, you know I’ve never lied to you
Mmm yeah, yeah

(letra y música de Mark James)
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domenica, agosto 14, 2005

De compres

Odio anar de compres. Em passen coses extraordinàries i espantoses cada vegada que intento comprar alguna cosa. Ho podria escriure, perquè ho entenguéssiu. Però ja ho va fer Ernesto Sabato:

“Con el temor que siempre le producen los vendedores, va hacia un muchacho alto y flaco, de pelo largo. (…) Le da vergüenza explicar lo que necesita (algo lleno de requisitos, de tal tamaño, de color negro afuera y colorado adentro, etc…), pero superando las resistencias a medias le dice qué necesita, aunque reservándose los detalles por falta de coraje:

–Una carpeta de anillas –dice, con torpeza.

El empleado le muestra algunas que están lejos de ser lo que busca: no quiere una carpeta demasiado grande, que le resulta antipática, que lo intimida con sus enormes y desagradables páginas, tipo sábana; ni, por supuesto, una demasiada pequeña, en la que no podría escribir con holgura, en la que se sentiría como dentro de un chaleco de fuerza. Claro que no le da estos detalles, limitándose a decir que “querría otra cosa”.
El empleado comienza a mostrarle otras carpetas, pero por desdicha cada vez más alejadas del modelo ideal que tiene en su mente. Mi maldita costumbre de entrar sin haber localizado antes con absoluta precisión lo que quiero, piensa. Después se ve obligado a llevar las más desagradables o inútiles invenciones. Con amargura, cavila en el armario destinado a ese objeto, lleno de camisas inllevables, medias demasiado cortas o excesivamente largas, lapiceras de punta demasiado fina o en extremo gruesa, cortapapeles con su mango de conchillas que en colores dice “RECUERDO DE NECOCHEA”, un juego de castañuelas que no puede recordar cómo se vio obligado a comprar, un gigantesco Quijote en bronce que valía una pequeña fortuna y hasta un florero cromado que se vio obligado a adquirir en un bazar donde por equivocación entró a comprar un llavero. Eso en cuanto a los objetos guardados. Pero más lo amargan los que lleva consigo en virtud del maldito espíritu europeo de economía que le inyectó su madre (…): un pantalón sport que detesta, una campera, un pañuelo horrible; nada más que por no tirarlo a la calle o no guardarlo en ese museo de los objetos monstruosos. Y en especial ese pañuelo de un rosado sucio con florcitas coloradas que de tan repugnante se ve obligado a usarlo con extrema cautela, cuando nadie lo mira (…). Le mostró algunas carpetas que estaban bastante lejos de ser lo que había soñado en sus últimos tiempos de meditación.

–No –comentó vagamente– O sí, claro. Pero no sé…

El empleado lo miró interrogativamente. Reuniendo todas sus fuerzas, pero sin mirarlo a los ojos, agregó:

–No sé… sí, no está mal… pero quizá un poco más chica… algo así como una libreta grande…
–Ah, entonces usted no busca una carpeta sino una libreta –observó el empleado con ligera severidad.
–Eso es –respondió Sabato con desaliento y falsedad– Una libreta…

Y en el momento en que el vendedor se daba la vuelta, agregó con vergonzosa ambigüedad:

–Pero una libreta que sea más bien una carpeta.

El muchacho, sin dar vuelta su cuerpo, que ya estaba dirigido hacia la mesa de las libretas, volvió su cabeza y lo consideró con un notorio incremento de su severidad. Sabato se apresuró a precisar que sí, sí, lo que quería era “más bien” una carpeta.
Siguió al empleado hasta la mesa a través de cuya cubierta de cristal se podía advertir, con desalentadora nitidez, que nada de lo que allí se exhibía era lo que él necesitaba, ni de lejos. Pero ya estaba hecho.
El empleado fue sacando y mostrando varias que eran increíblemente inadecuadas: no sabía si porque ya había olvidado lo que acababa de explicarle acerca de que “más bien” se trataba de una carpeta, por simple idiotez de vendedor o por una secreta irritación por sus vacilaciones. Sabato iba haciendo un gesto negativo, aunque modestamente negativo. Y por una especie de desgracia, en lugar de ir subiendo en el tamaño aquel sujeto iba descendiendo. Claro que podía haber detenido ese descenso mediante una enérgica negativa, pero con qué cara? Terminó por ofrecerle una libretita infinitesimal, que sólo podía servir para escribir telegramas muy caros o para nenas de corta edad (…) Una libretita para hacer como que anota los pedidos para su hogar microscópico.
Admitió que la libretita era muy linda, y hasta hipócritamente hizo como que probaba el funcionamiento de sus anillos, la flexibilidad de su tapita, el papel.

–¿De cuero? –preguntó, pensando que un dato tan preciso revelaba que no estaba desinteresado de ningún modo en la compra de la miniatura.
–No, señor. De plástico –respondió el muchacho con sequedad.
–Ah –comentó, volviendo a probar el cierre de los anillitos.

Mientras realizaba esa inspección apócrifa sentía que su cuerpo se iba cubriendo de transpiración. ¿Cómo decirle, a esa altura de los acontecimientos, que aquel juguete era casi exactamente lo contrario de lo que buscaba? ¿Con qué cara, con qué palabras? Por un momento estuvo casi dispuesto a comprarlo, para guardarlo más tarde en el mencionado museo de objetos estériles; pero sintió que si lo hacía era un ser despreciable. Decidió entonces superar su debilidad de modo terminante.

–Muy linda, verdaderamente muy linda –comentó de modo inaudible–, pero lo que yo necesito es una libreta grande. En realidad, casi una carpeta.

El vendedor lo observó con severo rigor.

–Entonces –dijo secamente– lo que usted busca es una carpeta.

Sospechando de antemano que le iba a ir peor que con las libretitas (que al menos son agradables) asintió de modo equívoco. El empleado, con decisión que a Sabato le pareció excesiva, se dirigió hacia el anaquel donde se alineaban los monstruos de la especie. Con premeditación, era evidente, buscó la más grande, algo gigantesco y repugnante, uno de esos artefactos que deben usarse en los ministerios para enormes papeles burocráticos, y con pregunta que más bien era una orden dijo:

–Algo como eso, supongo.

Se miraron un segundo, pero ese segundo a Sabato le pareció una eternidad. (…) Era una especie de grotesca instantánea: un vendedor durísimo enarbolando una repelente carpeta para mamuts, frente a un parroquiano avergonzado e intimidado.

–Sí –murmuró Sabato, con voz apenas perceptible y con extremo desánimo.

Con esfuerzo el empleado envolvió el grosero artefacto, le preparó la factura y se la entregó: era una suma tan enorme como el paquete. Con esa suma, calculó de trayecto hasta la caja, con amargura, podía haber comprado tres o cuatro carpetas como la que buscaba.(…)
Cuando llegó a Santos Lugares, desenvolvió el monstruo y tratando de no examinarlo lo colocó en el armario de las adquisiciones frustradas, entre un calzoncillo a rayas amarillas y el florero de brillantes aplicaciones cromadas”.

(Ernesto Sabato: Abaddón el exterminador)

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giovedì, agosto 11, 2005

Noches de agosto

Le he conocido este verano. Vive delante de casa, al lado de la calle. Le he bautizado como Tresky, como el perro de la familia Ulises y se pasa el día ladrando. Al principio pensé que era un perro mecánico, pues el ritmo de sus ladridos es de una cadencia perfecta: dos ladridos-dos ladridos-tres ladridos-un ladrido, veinte segundos de silencio y vuelta a empezar. Pero descarté pronto que Tresky fuera un perro mecánico por lo absurdo de la posibilidad. Quién iba a comprar un perro mecánico y dejar en marcha la función ladridos durante horas. Porque además los ladridos de Tresky son agudos y penetrantes, como los de un perro maricón. Claro, quizá se trata de una perra.
Mi canario Finiquito y yo estamos a punto de la crisis nerviosa. Por las noches Tresky acentúa sus conciertos, para nuestra desesperación. Curiosamente, a nadie en el barrio parecen molestarle lo más mínimo los ladridos. Ni siquiera a sus amos, que tienen a Tresky a pocos metros y ni se inmutan. De hecho, nunca he visto a sus amos; veo a Tresky durante horas en el balcón de su casa, pero jamás he visto persona alguna allí. Se me ocurrió que, quizá, en realidad Tresky está pidiendo ayuda porque sus amos murieron repentinamente. Pero al pasar los días deseché esa opción, porque a menos que Tresky sepa cocinar o usar el microondas, es imposible que haya sobrevivido tanto tiempo sin alimentarse. Es evidente que alguien se ocupa de su mantenimiento y permite sus inacabables ladridos.
He llamado al ayuntamiento para ver qué se podía hacer para preservar el respeto al descanso de los vecinos, en este caso el descanso de Finiquito y el mío. El bobo del alcalde me remitió a la Guardia Urbana, donde a veces me prometen que se acercarán a ver qué pasa y en otras me aseguran que no pueden hacer nada sin mediar de por medio una denuncia, para lo cual debo presentarme en persona en sus oficinas provisto de un estudio ecológico del barrio, una medición de los decibelios de Tresky hecha por una agencia autorizada y la firma de 300 vecinos mayores de edad, con derecho a voto y al corriente de pago de sus impuestos. A mí, que soy una persona indolente y tirando a la vagancia, cumplimentar todos esos requisitos se me hace una montaña.
Pero ya empieza a preocuparme Finiquito. No come, no canta, no ejercita sus alas con el grácil movimiento que siempre le ha caracterizado. Se ha recluido en sí mismo y sólo en los breves intervalos en que Tresky se toma un descanso murmura un gorjeo nada pajaril que a mí me suena algo así como “venga hijo de puta, ladra otra vez”. Y Tresky, invariablemente, vuelve a ladrar y Finiquito se tapa las orejas con sus alas y levanta un puño al cielo como diciendo “hasta cuándo, hasta cuándo”. A veces me mira de reojo y sé que está pensando: “Vaya mierda de amo, míralo, ahí viendo la tele, en lugar de tomar un rifle y cargarse a Tresky”. Y a mí eso me duele porque yo a Finiquito le quiero mucho, es el mejor canario que he tenido nunca, pero de dónde saco un rifle, si ni siquiera tengo puntería, aún me cargaría a alguien y me enviarían a la cárcel y a Finiquito a un hospicio y Tresky seguiría ladrando y al volver yo de mi larga condena aún estaría ahí el hijo de puta y yo vería la jaula de Finiquito vacía y me pondría triste y empezaría a llorar tontamente.

mercoledì, agosto 03, 2005

Vots trencats


Lady Augusta Gregory

En una escena de la meva estimadíssima pel.lícula “Dubliners”, de John Huston, el personatge de Mr.Grace recita un poema per distreure els convidats a un sopar de la nit del dia de Reis mentre esperen que tot estigui preparat a la taula. El poema, diu Mr.Grace (en la versió en català de la pel.lícula), es titula “Vots trencats”, i sempre l´he trobat fantàstic:

VOTS TRENCATS
Era tard ahir a la nit, i el gos parlava de tu.
El becadell parlava de tu des de l´aiguamoll.
Ets tu l´ocell solitari que vaga pels boscos
i potser aniràs sense parella fins que em trobis a mi.

M´ho vas prometre, i em vas mentir,
que et trobaria amb mi enllà, on el ramat s´ajunta;
Et vaig fer un xiulet i tres-cents crits
i només vaig trobar un anyell que mamava.

Em vas prometre una cosa que ni tan sols tu la tens:
un vaixell d´or sota un arbre de plata,
dotze ciutats amb un mercat cadascuna
i un jardí ample i volant a la vora del mar.

Em vas prometre una cosa que és impossible:
que em posaries els guants de la pell del peix,
que em posaries sabates de la pell dels ocells
i un vestit de la seda més fina d´Irlanda.

La meva mare em va dir que no havia de parlar amb tu
ni avui, ni demà, ni diumenge.
Va ser un mal moment el que va escollir per dir-m´ho:
va tancar la porta quan el mas ja era robat.

Tu m´has pres l´est, a mi.
Tu m´has pres l´oest, a mi.
M´has pres el que hi ha davant meu
i el que hi ha al meu darrera.

M´has pres la lluna,
tu m´has pres el sol, a mi
i la meva por és gran:
tu m´has pres Déu també.


Curiosament, aquest poema és una de les poquíssimes llicències que es va permetre John Huston a l´hora de portar en imatges el conte “Els morts”, de James Joyce. En el conte, efectivament, “Vots trencats” no apareix per enlloc. Vaig fer una exhaustiva recerca de quinze minuts al Google per averiguar d´on sortien aquests versos. Es tracta de la traducció a l´anglès d´un antic poema anònim irlandès, feta per Lady Augusta Gregory (Galway, Irlanda, 1852-1932), que és la formidable senyora victoriana de la foto de dalt de tot. En irlandès el poema no es diu “Vots trencats”, sino “Donal Og”, o sigui, en anglès, “Young Danny”. Aquesta és la versió de Lady Gregory:

YOUNG DANNY (DONAL OG)
It is late last night the dog was speaking of you;
the snipe was speaking of you in her deep marsh.
It is you are the lonely bird through the woods;
and that you may be without a mate until you find me.

You promised me, and you said a lie to me,
that you would be before me where the sheep are flocked;
I gave a whistle and three hundred cries to you,
and I found nothing there but a bleating lamb.

You promised me a thing that was hard for you,
a ship of gold under a silver mast;
twelve towns with a market in all of them,
and a fine white court by the side of the sea.

You promised me a thing that is not possible,
that you would give me gloves of the skin of a fish;
that you would give me shoes of the skin of a bird;
and a suit of the dearest silk in Ireland.

When I go by myself to the Well of Loneliness,
I sit down and I go through my trouble;
when I see the world and do not see my boy,
he that has an amber shade in his hair.

It was on that Sunday I gave my love to you;
the Sunday that is last before Easter Sunday.
And myself on my knees reading the Passion;
and my two eyes giving love to you for ever.

My mother said to me not to be talking with you today,
or tomorrow, or on the Sunday;
it was a bad time she took for telling me that;
it was shutting the door after the house was robbed.

My heart is as black as the blackness of the sloe,
or as the black coal that is on the smith's forge;
or as the sole of a shoe left in white halls;
it was you that put that darkness over my life.

You have taken the east from me; you have taken the west from me;
you have taken what is before me and what is behind me;
you have taken the moon, you have taken the sun from me;
and my fear is great that you have taken God from me!

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martedì, agosto 02, 2005

No tengo nada más que hacer

En el momento en que me comunicaron que Mirabelle había tenido el accidente yo estaba aún en la serrería. El trabajo nos desbordaba, el insoportable calor que azotaba la comarca desde hacía semanas me proporcionaba continuos pedidos de la fábrica de ataúdes y las cosas no me podían ir mejor. Recuerdo que acaba de colgar el teléfono tras solicitar dos cargamentos extra de abedul de primera clase y había encendido satisfecho un cigarrillo, acomodado en mi butaca en el despacho y contemplando los retratos de mi abuelo y de mi padre, dos leyendas en el siempre difícil y variable negocio de las serrerías a cuya memoria dedicaba yo todos mi esfuerzos laborales.
Entonces sonó el teléfono. Era la policía. Mirabelle se había estrellado con el coche contra un autobús escolar, afortunadamente vacío en el momento del suceso, y mi presencia en el hospital era necesaria. Pregunté por el estado de Mirabelle; no quisieron o no pudieron darme detalles, pero me informaron, quizá innecesariamente, que el vehículo había quedado en estado de siniestro total, aunque no entendí si se referían al coche de mi esposa o al autobús escolar. Colgué y por unos segundos seguí sin reaccionar, fumando cómodamente y mirando los retratos de mis antepasados.
Al fin reaccioné. Di unas cuantas instrucciones a mi secretaria y me dirigí al hospital. Quedaría bien decir que en esos momentos todo tipo de tristes augurios pasaron por mi mente, pero lo cierto es que me había quedado en blanco y ya hice mucho con recordar que me dirigía al hospital. Al llegar me hicieron esperar en una salita, hasta que un joven médico entró y, mirándome, dijo:

-¿Mirabelle Vercruyssen?

Tardé unos segundos en reaccionar, pues no me llamo Mirabelle Vercruyssen. Luego entendí que, por supuesto, el médico se refería a mi esposa y era a mí a quien buscaba.
El joven médico me atendió en un pequeño despacho. Tenía ante sí una carpeta repleta de papeles. Pensé en el poder inmenso de la burocracia, dado que el accidente de Mirabelle, ocurrido hacía apenas un par de horas, había conseguido originar ya tanto papeleo. También pensé que la carpeta se parecía mucho a las que usábamos en la serrería para archivar los contratos con la fábrica de ataúdes, con los contratistas, con las carpinterías, con los electricistas, con la compañía de aguas, con los empleados. Me vino a la mente que el negocio de las carpetas debe funcionar viento en popa.
Mirabelle estaba en coma, me dijo el doctor. Había que esperar unas horas. Unos días quizá. No parecía tener daños cerebrales, pero al médico le preocupaba una hemorragia interna que, de todos modos, parecía estar controlada. Pero había que esperar, insistió. Escuché sin hacer comentarios. Pensé que quizá aquel médico era demasiado joven. Quizá convendría un médico más experto.

-¿Puedo verla? -dije.
-Sólo unos minutos -dijo el médico, y eso me tranquilizó, quizá era demasiado joven pero no necesariamente inexperto, porque esa respuesta es la que siempre utilizan los médicos expertos de las películas.

Mirabelle estaba entubada y parecía mucho más pequeña de lo que era en realidad. A su lado varios aparatos controlaban su respiración, su corazón, su flujo sanguíneo, yo que sé. Había uno que parecía un microondas. Pensé estúpidamente que quizá lo usaban los médicos de guardia para prepararse la cena.
Me interrumpió una enfermera. Tenía que firmar unos papeles. Lo hice sin leerlos. En la serrería jamás habría hecho algo así, los papeles hay que leerlos de arriba a abajo, por delante y por detrás. Esa es una de las primeras lecciones que recibí de mi abuelo y de mi padre en aquellos días ya lejanos en los que iniciaba mi aprendizaje en el negocio de la serrería.

-¿Qué tengo que hacer ahora? -pregunté a la enfermera.
-¿Perdón? -dijo ella.
-Que qué tengo qué hacer. ¿Me quedo esperando?
-¿Esperando?
-A Mirabelle. A mi esposa.
-Ah. Puede hacerlo.
-De acuerdo -dije.
-Pero yo le diría que se fuera a casa. Descanse. Aquí está bien atendida. Le llamaríamos inmediatamente si hubiera algún cambio -me dijo, poniendo su mano en mi hombro, algo que me pareció absurdo.

Así que me fui, obediente. Al llegar a casa me senté en el sofá y pensé en coger la botella de whisky y empezar a beber como un tontaina hasta caer borracho y olvidar así la desgracia, como habría hecho en una película cualquier actor cuya esposa se hubiera estrellado con un autobús escolar. Vaya tontería, para qué voy a emborracharme ahora. Las películas con tragedias hospitalarias no sirven para la vida real, pensé. Bien, bien. Pero... ¿y qué hacer? ¿La cena? No tenía hambre alguna, habría sido incapaz de comer nada. Sólo podía pensar en Mirabelle. Ojalá pudiera dormir. Cerré los ojos allí mismo, en el sofá, y contra todos mis pronósticos no creo que tardara más de diez minutos en quedar dormido. A la mañana siguiente me despertó el teléfono. Llamaban del hospital.
Asistí al entierro porque eso es lo que se esperaba de mí, pero casi no tengo recuerdos de esos momentos. Sí me acuerdo, sin embargo, que al ver el ataúd pensé que posiblemente esa madera había pasado por la serrería.
La vendí al cabo de unos días. Sí, vendí la serrería y la casa, los bonos del Tesoro y el apartamento en Salou, cogí el coche y me fui hacia el norte, huyendo del calor que azotaba la comarca y de mis recuerdos. Conduje y conduje y llegué a Bruselas, donde siete años atrás conocí a Mirabelle.
¿Y qué hago aquí?, pensé. No lo sabía. Ignoraba por qué había llegado justamente hasta Bruselas. Esa noche bebí mucho y casi arrastrándome por las calles mojadas pude llegar al hotel. Tuve delirantes sueños con Mirabelle, con accidentes, ataúdes y serrerías. El día siguiente lo pasé en cama mareado y por la noche tuve una idea que hizo revivir en mí algo mínimamente parecido a la esperanza. Se me ocurrió que, cuando nació Mirabelle, quizá tuvo una hermana gemela, quizá una diabólica y criminal conspiración hospitalaria arrebató la segunda niña a sus padres, quizá la vendieron a un adinerado matrimonio que no podía tener hijos, quizá la segunda niña, ahora ya una joven, vive aún en Bruselas, quizá paseando por sus calles algún día me tropezaré con ella, me tropezaré con el vivo retrato de Mirabelle. ¿Qué eso es absurdo? Ya lo sé. Y qué. No tengo nada más que hacer.