giovedì, agosto 31, 2006

Hasta aquí hemos llegado

Agosto está a punto de acabar y con septiembre llegarán las vacaciones, las de la Nueva y las mías. Nos iremos por ahí y luego estaremos un tiempo por allá, pasando algunos días por aquí. Quizá os vaya contando cómo nos va, o quizá no. Quizá lo cuente todo cuando volvamos o quizá no cuente nada. No lo sé. He llegado agotado mentalmente a este fin de agosto, sólo pienso en abuelos satánicos que caen de los cocoteros, en mujeres que explotan misteriosamente y en barbechos feudales. La Nueva no está mucho mejor, me temo. Ambos necesitamos descanso y por eso nos hemos preparado un denso programa de actividades vacacionales, evitando países en los que haya cocoteros. Ya no sé lo que digo.

lunedì, agosto 28, 2006

La joven del agua

Anoche fuimos a ver La joven del agua (Lady in the water), la última película de M. Night Shyamalan, el de El sexto sentido y El bosque. Mientras la veía, no acaba de estar seguro de si me estaban tomando el pelo o si era una gran película. Luego decidí esto último, porque derramé algunas lagrimitas (la Nueva llenó un barreño), y eso es un buen indicio. Aunque, claro, yo soy de lágrima fácil y es posible que hasta llorase viendo El coloso en llamas. En fin, que no pienso hacer una crítica cinematográfica. Para eso están los especialistas y, además, viendo cómo termina el crítico que aparece en la película, mejor callarse. Sólo decir que, como dice uno los personajes de La joven del agua, ya es hora de pensar que los cuentos pueden ser reales. No recuerdo si lo dice así, pero la idea más o menos es ésta. Y si aún no la habéis visto, os la recomiendo, a ver qué os parece a vosotros. Posted by Picasa

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mercoledì, agosto 23, 2006

Qué hago

Oí el otro día en la tele esta frase: “La esperanza sólo significa que la decepción se pospone”. Le he dado muchas vueltas a la frase y todavía no sé si es una obviedad o si tengo que ponerme triste.

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martedì, agosto 22, 2006

Peras

Este fin de semana la Nueva y yo fuimos al pueblo de sus ancestros. A mí lo de “ancestros” siempre me ha sonado a hombres prehistóricos que llevan taparrabos y chanclas de piel de dinosaurio, pero la verdad es que los ancestros de la Nueva son personas normales y corrientes, aunque, eso sí, muy numerosos y llevan casi todos los mismos nombres, como si fueran ancestros de una novela de García Márquez. Una de las tías de la Nueva, la tía Obdulia -una de las tías Obdulias, en realidad-, nos regaló una caja de peras, recién cogidas, pues en ese pueblo se dedican a cultivar fruta, y en cantidades ingentes, aunque no tanto como número de parientes de la Nueva. Eso fue el sábado por la mañana, y yo pasé el resto del día comiendo esas peras regaladas, pequeñas, blandas y sabrosas. Un placer, vaya. Me comí unas diecisiete, pero a la mañana siguiente no sufrí ningún tipo de resaca, como cuando me dedicaba únicamente al whisky de malta.
El domingo estábamos invitados a comer a la casa del tío Venancio -uno de ellos-. Eramos veintidós a la mesa, una decena de tíos Venancio y una decena de tías Obdulias, la Nueva y yo. Comimos y bebimos opíparamente y diría que hasta salvajemente, como comen los ancestros en mis sueños de ancestros. A los postres, la tía Obdulia trajo a la mesa una fuente llena de peras. La Nueva me miró, yo sonreí y con la euforia del momento exclamé:

-Tía Obdulia, me vuelven loco tus peras.

Se produjo un silencio sepulcral, como dice el tópico, y todos me miraron severamente.

-Las frutas, me refiero. Las peras frutales -intenté aclarar.
-Claro, claro -dijo la tía Obdulia de las peras.

Me sentí como el protagonista del fabuloso chiste de Mistetas. Comí algunas peras, pero por la tarde me sentí algo empáculo, que es una mezcla de empachado y ridículo.

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giovedì, agosto 17, 2006

Planes de estudio

La Nueva y yo desayunábamos viendo las noticias y nos enteramos de que en no sé donde se ha reunido un grupo de astrónomos con el objetivo de definir qué es un planeta y cuántos de ellos hay en el sistema solar, si Plutón es un planeta en realidad y si algunos otros que hasta ahora no se consideraban como tales también lo son. O no. En fin, que si todos los candidatos fueron aceptados, podríamos llegar a tener hasta una docena larga de planetas en nuestro sistema solar, no como nueve hasta ahora.

-Los niños se van a cagar en los astrónomos -dije.
-¿Por qué? -preguntó la Nueva.
-Van a tener que estudiar una lista interminable -expliqué.
-Ah -dijo ella.
-Pero en realidad no sé si los niños de ahora estudian esas cosas -repuse.

Y pasamos a discutir si los niños de ahora estudian los planetas del sistema solar. En mis tiempos se hacía, pero de eso hace mucho tiempo, el descubrimiento de los planetas casi era una novedad, y tengo la sospecha de que los niños actuales se limitan a estudiar chorradas como ética y plastilina, y con poco aprovechamiento en el caso de la ética. Yo veo por la calle niños poco éticos, por mucho que quizá sean maestros de la plastilina. La Nueva incluso duda de que los niños de ahora traten con plastilina.

-Los niños de ahora no saben nada -dije con voz de abuelo cascarrabias.
-Mis hermanos mayores se saben la lista de los reyes godos -apuntó la Nueva.
-Qué envidia. En mis tiempos ya no se estudiaba eso -exclamé yo- Ahora me sabría la lista de los reyes godos.

En mis tiempos, he recordado, los lista de los godos ya estaba desterrada de los planes de estudio. Se estudiaba básicamente el feudalismo. Cada año lo mismo. Daba inicio un nuevo curso y, a los pocos días, el maestro empezaba a explicarnos el feudalismo. Nunca entendí la obsesión de mi escuela por el sistema feudal, con sus señores y sus siervos, su diezmo y su usufructo, su barbecho y sus hambrunas, su derecho de pernada y todas esas cosas. Dado que en aquellos momentos vivíamos en los albores de una frágil democracia, llegué a pensar que nos preparaban para un retorno al feudalismo, por si las moscas. No aprendí muchas más cosas en la escuela, pero salí hecho un experto en el feudalismo. Le hablas a un niño de ahora del barbecho y te habla de ética y plastilina como un imbécil. En qué mundo vivimos.

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lunedì, agosto 14, 2006

Obsesión

La Nueva y yo asistimos ayer a un entierro. En el cementerio, ante la paz, tranquilidad y silencio lógicos del lugar, la Nueva me dijo:

-Quiero que me entierren aquí.
-¿Ahora? -pregunté tontamente, pues en una décima de segundo se me ocurrió pensar que quizá la Nueva se había cansado de mí, que la vida se le había hecho insoportable y que sólo pensaba ya en la muerte o que, aún peor, quizá ella empezaba a sentir salvajes convulsiones en el pecho y el estómago y que iba a explotar inmediatamente y que yo iba a encontrarme con un misterio y pedazos de su páncreas en mis manos.

Pero no, por supuesto la Nueva se refería a su entierro como algo muy lejano. Su risa, y después la mía, provocaron miradas de reprobación entre los otros asistentes a la ceremonia.

martedì, agosto 08, 2006

Mónica había explotado (y 11)

Y pasaron los semanas, ya casi nadie me preguntaba por qué había explotado Mónica, la señora Moby Dick y Mistetas sólo eran un recuerdo del pasado, yo había erradicado las cucarachas de mi piso y ni siquiera pensaba ya en Uma Thurman más que de vez en cuando. Y entonces el caso de la explosión de Mónica, que en su momento había pasado casi desapercibido por el gran público, revivió con toda su fuerza. Todo empezó con un sesudo artículo publicado por la revista inglesa “The New Scientist” que alarmaba sobre los cada vez más frecuentes casos de mujeres que explotaban sin previo aviso. Según reseñaba “The New Scientist”, una veintena de mujeres, entre ellas mi Mónica, había explotado en extrañas circunstancias en diferentes partes del mundo en las últimas semanas. Los científicos no se explicaban el fenómeno, aunque circulaban varias teorías, algunas referidas al uso abusivo de cosméticos agresivos, otras a la degradación de la capa de ozono. Algunas se referían a secretas pruebas de armas químicas por parte del ejército estadounidense. Las explosiones, señalaba “The New Scientist”, sólo afectaban a las mujeres, pues en la literatura médica no había documentado ningún caso de varón que hubiera explotado.
“Interviú” se hizo eco de ese artículo, aunque con un título algo ambiguo (“Mujeres explosivas”), y a partir de ese momento el fenómeno se popularizó en nuestro país, al igual que lo estaba haciendo en el resto del mundo. Víctimas de un absurdo complejo chauvinista, algunos medios de comunicación españoles afirmaron que Mónica había sido la primera mujer del mundo que había explotado, lo que me dio a mí y a la señora Moby Dick una fama que yo no deseaba pero que permitió a mi gigantesca ex suegra aparecer en varios programas televisivos. Sin embargo, en seguida los medios se olvidaron de nosotros: las explosiones femeninas, lejos de mantenerse en el espectro de lo esporádico, se convirtieron pronto en un fenómeno cotidiano. Primero explotaba una mujer a la semana, después una cada día, luego varias, y finalmente, como ya saben ustedes, llegamos a la espantosa pandemia que azota nuestro planeta. Al principio llamaron mucho la atención de la audiencia y de los medios casos sonados como la explosión de la cantante Kilye Minogue en un escenario en Groningen (Holanda), o la de la Condoleeza Rice en la residencia del embajador estadounidense en Bruselas; ahora las explosiones femeninas son tan numerosas que es imposible para los medios reseñar a diario todas las pérdidas y la audiencia tiene bastante con sus propias desapariciones familiares.
Mientras el mundo se desespera, llora sus pérdidas y va quedado despoblado de mujeres, el señor José Luis y yo jugamos al dominó en el bar de mi hermano Venancio. La señora Moby Dick explotó la semana pasada en un centro comercial. El señor José Luis, pese a la mala relación que mantenía con su mujer, se siente solo. El y todos. En el bar de Venancio, mientras jugamos al dominó, entre ficha y ficha, vemos las noticias. Anteayer explotó Uma Thurman en Venice Beach, ayer lo hizo la Reina Sofía y esta tarde lo ha hecho la presentadora del telediario mientras informaba de la explosión de Minnie, la mujer de Mickey Mouse. El señor José Luis insiste en que eso no puede ser la cal del agua. Venancio ha prohibido la entrada de mujeres en su bar, porque está harto de limpiar el establecimiento de pedazos de páncreas, sangrientos duodenos y otros restos. Las mujeres se encierran llorosas en sus casas esperando su momento y la sodomía masculina, voluntaria o no, está a la orden del día.
Y no me hagan preguntas, que no pienso escribir ni una sola palabra más, coño.

lunedì, agosto 07, 2006

Mónica había explotado (10)

Así como la madre de Mónica era ballenesca y tirando a repugnante, su padre, el señor José Luis, era una persona encantadora. Unía a su condición de lampista un carácter afable y un origen cordobés que le permitía contar chistes muy subidos de tono sobre el califato de su ciudad local que a mí me parecían tremendamente originales. A lo mejor, si se tercia, más adelante cuente alguno, quizá el chiste del último de los Omeya que se cayó de un abenuz, que me recuerda a la anécdota de Keith Richards cayéndose de un cocotero.
Como ya he contado, la señora Marisol, aka Moby Dick, y yo no hacíamos buenas migas, en parte por su carácter odioso y en parte por nuestra mutua sordera. En realidad, la señora Moby Dick y el señor José Luis tampoco hacían buenas migas y para mí que sólo el tedio, la rutina y una educación católica impedían que se separaran. Mónica, por su parte, mantenía una indestructible relación de complicidad con su madre, mientras que al señor José Luis le trataba como a un simple lampista. Unicamente cuando la lavadora o el desagüe dejaban de funcionar se acordaba de su progenitor, que sin pedir explicaciones acudía raudo con su caja de herramientas y su lapiz en la oreja y ponía una biela nueva, o reparaba el motor de arranque o cambiaba una policha, o lo que fuera, tras lo cual Mónica le daba las gracias secamente y casi le echaba de casa sin ni invitarle a un mísero café con la excusa de una inexistente cita en, por ejemplo, la peluquería.
El señor José Luis y yo, sin embargo, éramos grandes amigos. Ante la hostilidad de su mujer y de su hija, mi suegro buscó pronto mi amistad, y dado que la cetácea Moby Dick también me ignoraba y mi esposa se convertía en una monstrua peluda en presencia de su madre, acepté su compañía. Y así descubrí que el señor José Luis era una persona la mar de interesante, que solía explicarme secretos para el buen funcionamiento de las lavadoras y de la lampistería en general. ¿Saben ustedes, por ejemplo, que el mítico anuncio televisivo en el que un técnico comunica a una desolada ama de casa que la cal del agua ha acabado con la vida de su lavadora es una inmunda falacia? Según me contó el señor José Luis, deberían pasar varios miles de años para que eso pudiera suceder. Yo no afirmo ni desmiento, pues mis conocimientos sobre la presencia de la cal del agua en nuestras aguas urbanas son limitados, pero ahí queda el dato para que mentes más preclaras que la mía acaben con esa leyenda urbana que sólo sirve para enriquecen a compañías extranjeras como Proctor & Gambler y otras.
Aprendí mucho con el señor José Luis, no sólo sobre lavadoras y otros electrodomésticos, sino también sobre electricidad, desagües y chistes del califato de Córdoba. Creo que, tras la explosión de Mónica, el señor José Luis fue el único que supo comprenderme. Así como la señora Moby Dick, mi hermano Venancio y la mayoría de amigos y conocidos cuando me veían me preguntaban invariablemente por qué había explotado mi mujer, el señor José Luis me dio un fraternal abrazo, me tomó de los hombros y, mirándome a los ojos, me dijo simplemente:

-Son cosas que pasan. Las personas somos como las lavadoras o los electrodomésticos en general. A veces dejamos de funcionar. Pero no por la cal del agua, eh.

Me sentí reconfortado.

giovedì, agosto 03, 2006

Mónica había explotado (9)

A veces, por las noches, si me cansaba de Uma Thurman soñaba con Mónica. Y en sueños ella me decía:

-Voy a hacerme las uñas.

Se iba al baño y se hacía las uñas y al cabo de un rato volvía y se sentaba a mi lado en el sofá y yo decía sorprendido:

-No has explotado.
-Pero qué dices, burro -decía ella.

¡Qué reales son a veces los sueños! Porque burro era el apelativo cariñoso con el que Mónica solía tratarme familiarmente. Entonces en el sueño yo la besaba en la mejilla y ella se dejaba hacer pánfilamente, hasta que al cabo de un rato me decía:

-Basta, joder.

Mónica me apartaba y encendía la tele y veíamos “Super Tomate”, una nueva versión de “Tomate”. Según decía la cartelera del periódico, se trataba de la versión del director. Al oír la sintonía de “Super Tomate”, Mistetas llegaba ladrando y se tumbaba en el regazo de Mónica. En los sueños, Mistetas no parecía tan hijo de puta como en la realidad, pero sí tan sarnoso como siempre me había parecido. Los tres veíamos “Super Tomate”, pero yo acababa durmiéndome en mi propio sueño y soñaba que iba en bicicleta por las carreteras de Bélgica con Uma Thurman y que Mistetas nos perseguía ladrando hasta que, de repente, una explosión me despertaba de ese sueño dentro del sueño: el Mistetas que veía “Super Tomate” había explotado y su páncreas se había incrustado en la pantalla de la tele y no había manera de seguir viendo “Super Tomate” y yo no podía volver a soñar con Uma y con nuestras pedaladas belgas, porque Mónica gritaba y se rasgaba las vestiduras con sus uñas recién hechas y no había manera de calmarla.
Por suerte, aparecía mi hermano Venancio sonriendo y disfrazado de Mickey Mouse y limpiaba la pantalla, Mónica se tranquilizaba y podíamos seguir disfrutando de “Super Tomate” y poco a poco yo volvía a dormirme en mi propio sueño y soñaba que en el programa presentaban a una nueva invitada, que no era otra que la señora Moby Dick, la protagonista principal del gran escándalo del año pues pretendía casarse con mossèn Sugranyes, un sacerdote muerto. El presentador de “Super Tomate”, cuyo rostro se parecía asombrosamente a Mistetas, ponía cara de falso espanto y le decía a la señora Moby Dick:

-¡Pero vamos a ver! ¿Cómo se va a casar con un sacerdote muerto?
-¡Y por qué no! -gritaba la señora Moby Dick.
-¿Y mossèn Sugranyes qué dice? -decía el presentador.

Pero mossèn Sugranyes no decía nada, porque estaba flácidamente muerto en su butacón. Mónica reía tontamente y me daba codazos y me decía “¡mira, mira, es mamá!”, como si yo no reconociera a la señora Moby Dick, y esos codazos me despertaban, pero ya no sé de qué sueño, y antes de descubrir en cuál estaba, acababa explotando yo mismo y del susto volvía a la realidad y recordaba que Mónica había explotado. Y en ese momento pensaba: ¿y si todo fuera un sueño? Así que me rasgaba la cara con las uñas y tanto me dolía que me daba cuenta de que no, de que no era ningún sueño y de que Mónica había explotado.

mercoledì, agosto 02, 2006

Mónica había explotado (8)

La madre de Mónica, que tras la explosión sólo parecía preocupada por recuperar un bolso que según ella le había prestado a su hija, bolso que yo le devolví el mismo día del entierro, me llamó un par de semanas después del suceso. Imaginé que querría recuperar alguna otra pertenencia de Mónica, unos pendientes o quizá otro bolso, pero lo que la señora Marisol pretendía era hablar conmigo. Me extrañó enormemente, puesto ella y yo nunca nos habíamos entendido, en buena parte por nuestra común sordera. Para mí, hablar con ella era entrar en la dimensión desconocida. Empezábamos a hablar de la lluvia, por ejemplo, y sin saber cómo nos veíamos discutiendo de las virtudes del primer disco de Iggy Pop, con el añadido de que yo jamás había oído dichoso disco y ella ignoraba quién era Iggy Pop. Entre la lluvia y el disco de Iggy Pop habíamos pasado a toda velocidad por temas tan variopintos como las cagarrutas del imbécil de Mistetas, el sistema político de Birmania, Woody Allen, el vestido escotado que llevaba Mónica ese día o el precio de la sal malden. Y todo eso a gritos, porque como ya he dicho la señora Marisol era sorda como una tapia y yo me acerco a ese estado. Eso facilitaba esas conversaciones tan absurdas que invariablemente terminaban en un intercambio de tremebundos insultos que Mónica contemplaba con la misma cara de pánfila que puso cuando mossèn Sugranyes cayó muerto a sus pies el día de nuestra boda.
Con los años, la señora Marisol decidió ignorarme y, cuando me veía, se comportaba conmigo como si yo fuera el hombre invisible. Llegué al punto de llevarme un libro para distraerme cuando Mónica insistía en visitar a su madre, y al final hasta me negué a acompañarla en esas visitas absurdas. La señora Marisol era grande cómo una ballena y de piel muy blanca, y para vengarme de ella empecé a llamarla Moby Dick, por supuesto no en su presencia. A Mónica le molestaba bastante que yo hubiera bautizado como Moby Dick a su madre, pero también comprendía que yo tuviera motivos de queja hacia la señora.
En fin, que la señora Moby Dick concertó conmigo una cita en el popular bar La Oca. Llegué tarde, a causa del tráfico, y ya empezamos mal porque eso le molestó. Tras insultarme a gritos un buen rato, como solía, la buena señora llegó finalmente al quid de la cuestión, al motivo por el cual había interrumpido el mobbing en el que me tenía sometido desde hacía años.

-Querido -me dijo absurdamente y a gritos- Hay algo que me corroe, que no me deja dormir -añadió.
-¿De qué se trata, señora Marisol? -dije yo solícito, también a gritos, tras unos segundos de duda pues no me acordaba de cuál era el nombre real de la señora Moby Dick.
-Mónica -gritó ella- ¿Por qué explotó Mónica?

Tenía que haberlo supuesto. Todos mis amigos, conocidos y allegados parecían no tener cualquier otra inquietud. Les parecía importar un bledo saber cómo estaba yo, si pensaba volver a casarme o hacerme budista o qué coño le había ocurrido al hijo de puta de Mistetas. Sólo les importaba saber por qué había explotado Mónica. Por supuesto que yo también me lo había preguntado miles de veces. Como bien saben ustedes, tras la explosión de mi esposa yo me había encontrado con un misterio y pedazos de páncreas en mis manos, y si bien había solventado la segunda cuestión con rapidez y eficacia, la primera continuaba pendiente. Pero era mi misterio, no el de nadie más, pensaba yo.

-No lo sé -le grité amablemente a la madre de Mónica.
-¿Y no te preocupa? -gritó ella.
-Claro que me preocupa -exclamé- Pero el mundo está lleno de misterios.
-¿Cómo cuáles? -exclamó.
-Yo qué sé. Miles de misterios. ¿Qué son esas cabezotas de la Isla de Pascua? ¿Qué es el Triángulo de las Bermudas? ¿Por qué Moby Dick era blanca?
-¿Quién era esa?
-Un personaje de una novela -vociferé.
-¿Y qué tiene que ver con mi hija? ¿También explotó?
-No, pero también se murió. ¿O no? Ahora no recuerdo si Moby Dickse muere.
-¿Pero qué dices? -gritó ella.
-¡Y yo qué sé!

Un camarero se acercó y nos pidió que bajáramos la voz o que, en su defecto, gritásemos cosas más interesantes. La señora Moby Dick le miró enfurecida, me miró luego a mí y, lanzando un tremendo chorro de agua por su nariz, se alejó nadando. Si yo tuviera a mano un arpón, pensé.

martedì, agosto 01, 2006

Mónica había explotado (7)

Uno de los efectos colaterales de la explosión de Mónica fue la denuncia que presentó contra mí la Protectora de Animales, no por la desaparición de mí mujer, sino por los maltratos que, según ellos, yo había infligido a nuestro perro. En realidad, tenían razón; me olvidé de dar de comer a Mistetas y sus continuos ladridos y gemidos alertaron a los vecinos y alguno de ellos llamó a la Protectora, que se llevaron a Mistetas y presentaron la denuncia. La noticia llegó incluso hasta los medios de comunicación, que habían obviado la explosión de Mónica pero no dudaron en dedicar varias páginas a Mistetas y hablaron de mí como “necio de un sadismo ilimitado” y de “sátrapa inhumano”. No soy nada de eso, la verdad es que a Mistetas siempre le había alimentado Mónica porque el perro sentía hacia mí una inquina especial. Mistetas adoraba a Mónica, pero a mí me ladraba continuamente. Así que, cuando Mónica explotó, no noté ningún cambio en el comportamiento de Mistetas. Ladraba, sí, ¿y qué? A mí me había ladrado siempre. No se me ocurrió que el capullo tuviera hambre, ni siquiera cuando descubrí que alguien se estaba comiendo los cactus. Pensé que eran cosas de las cucarachas y que por eso me saludaban alegremente con sus patas cuando me veían.
En realidad, Mistetas era un hijo de puta y yo habría sido muy feliz si hubiera explotado él y no Mónica. Aunque ella aseguraba que Mistetas era un setter irlandés, yo sólo veía en él a un perro sarnoso, aunque seguramente él pensaba lo mismo de mí. Recuerdo cuando llegó a casa, en manos de mi hermano Venancio, que había tenido cachorros. Bueno, la perra de Venancio había tenido cachorros, claro.

-Qué mono -dijo Mónica con esa expresividad tan femenina.

No hubo manera de convencerla de que en nuestro pequeño piso un perro sería una molestia continua, y que tampoco para el perrito era el mejor sitio para vivir. Mónica adoptó al cachorro sin dudarlo, y el cabrón de Venancio se fue la mar de contento con sólo cinco cachorros más por repartir.

-¿Cómo le llamaremos? -me preguntó Mónica.
-¿Qué te parece Patán?- dije yo, recordando a un perro televisivo de mi infancia. Podría haberme acordado de Rin-Tin-tín, de Milú o de Lassie, pero en ese momento me acordé de Patán, el perro de Pierre Nodoyuna. Estoy seguro de que el cachorro me oyó y se ofendió, y allí nació su odio hacia mí.

Por supuesto, a Mónica no le pareció bien llamarle Patán. Pasó varios días reflexionando y al final nos anunció, al cachorro y a mí:

-Se llamará Mistetas.
-¿Cómo el del chiste? -dije yo.
-Sí -dijo Mónica- ¿A qué queda bien?

Mistetas sonrió y saltó alegremente moviendo la pata como un tontaina. Al hijo de puta le gustaba llamarse Mistetas. Yo pensé en lo que me esperaba: otra boca qué alimentar, días y días, qué digo, años y años compartiendo piso con mi mujer y ese animal que ya me odiaba en su más tierna infancia, al que habría que enseñar dónde hacer sus necesidades, cuyos ladridos habría que soportar en los momentos más álgidos de los partidos de fútbol o del telediario, al que habría que acoger incluso en el lecho matrimonial. Y aguantar como un idiota cada vez que Mónica, ante nuestros amigos, parientes, conocidos o desconocidos, soltaba una vez más el célebre chiste:

-¿Ha visto a Mistetas?

En esos momentos, Mónica reía como una cretina de su recalentada broma y el hijo de puta de Mistetas me miraba cínicamente con sonrisa de hiena.