En mi escuela había un gran patio de recreo y cuentan los más viejos del lugar -los maestros- que allí hubo antiguamente un bello árbol.
-Aquí había un árbol precioso, un árbol enorme -decían, entornando los ojos, señalando al centro del patio.
Menuda estupidez, pensaba yo. Por fortuna, el árbol murió o fue arrancado, lo que nos permitía jugar a fútbol, que para eso están los patios de las escuelas. Con un árbol en el centro, uno mejora su dribbling, que nunca fue lo mío, o tiene que limitarse a jugar a indios y vaqueros. Sólo cuando no había balón jugábamos a eso, a dispararnos unos a otros, apuntando con el dedo índice como si fuera una pistola y gritando, tan fuerte como fuera posible:
-¡Paññeeuuuu!
Pañeu -siempre me pareció absurdo- significaba un disparo. Pañeu pañeu, dos disparos. Etcétera. Con cuarenta alumnos por clase, es decir, treinta vaqueros y diez indios -los condiscípulos menos populares- a veces se organizaba una auténtica balacera de pañeus y uno no sabía si le habían disparado o no. Si no te percatabas de que te habían dado, tu asesino te avisaba:
-Eh, que te he matado.
Entonces uno pedía perdón y se moría. Yo nunca supe morirme demasiado bien, pero algunos compañeros eran verdaderos especialistas en eso, cayendo acrobáticamente al suelo y gritando: “¡Aaaah!”. Como no era cuestión de pasarse muerto todo el recreo, había un sistema para salvar la vida del amigo al que habían disparado: te acercabas a él y, con un estudiado movimiento de la mano en su corazón, algo así como si le desenroscaras la bala que se había introducido en su pecho, podías resucitarle. El muerto se levantaba inmediatamente y podía empezar a disparar otra vez, y cuidado con que el pañeu del resucitado no te diera a ti.
También era importante tener un nombre lo suficientemente comercial. Entre los vaqueros abundaban los Ringos: Joe Ringo, Ringo Joe, Bobby Ringo, etcétera. Mucha imaginación no había, no. Y entre los indios, lo mismo: Toro Sentado, Toro Salvaje, Toro Rojo. El tonto de la clase, que en la mía se llamaba Cepeda, iba siempre con los indios por imposición popular. Cepeda, que además de tonto era bastante raro, nos dijo un día que su nombre indio era Elefante Rojo. No hubo manera de hacerle entender que en el Oeste no había elefantes. “Yo soy Elefante Rojo”, insistió Cepeda hasta que le dejamos por inútil. Desde entonces, dirigir los primeros pañeus del recreo al Elefante Rojo fue una obligación ineludible para todos, vaqueros e indios unidos. Cepeda quedaba muerto y acribillado en los primeros segundos del recreo y, pese a que él imploraba desde el suelo que alguien le resucitara con la fórmula mágica, todos le ignoraban. Si el viejo árbol aún hubiera estado allí, no habríamos dudado en colgar a Cepeda.