martedì, novembre 28, 2006

Nacida: Sí

Leí esto en un periódico hace unos años y lo archivé entre risas:

“El actor y dramaturgo francés Jean-Claude Brialy acaba de publicar sus memorias, acogidas fervorosamente por el público. Brialy recoge en ellas su trayectoria personal y profesional, que adereza con anécdotas como la que se refiere a su amiga Marie Bell, “que en las fichas de hotel donde pone Nacida:, ella apuntaba: Sí”.

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lunedì, novembre 27, 2006

En el cine

Esa tarde fuimos al cine, a ver una de esas películas que tanto me gustan a mí, francesa o hasta belga, con largos e incongruentes diálogos e inacabables silencios, con personajes que se miran con ojos atontados como queriendo decir no sé sabe qué. Sé que tú prefieres otro tipo de películas, con actores famosos y argumentos románticos, pero yo nunca entiendo esas historias, como cuando fuimos a ver “Los Puentes de Madison” y yo no comprendía por qué Clint Eatswood no sacaba su viejo pistolón y le reventaba la tapa de los sesos a Meryl Streep, a pesar de que ella no dejaba de darle razones para ello. Me puse tan tonto sobre la necesidad de matar a Meryl Streep que al final te cansaste y a partir de entonces la película siempre la escogí yo.
Pero esa tarde, al acabar esa película francesa o belga, al encenderse las luces de la sala te miré, te vi dormida y en aquel momento supe que entre los dos todo había terminado.

Esta es otra de las historias de “El día que me quieras”

venerdì, novembre 24, 2006

Anoche, hablando de Quevedo

Anoche, al salir del trabajo, tomé un taxi porque tenía mucha prisa en volver a casa. Sin embargo, escogí el taxista más lento de Barcelona, un hombre ya entrado en años mucho más preocupado en darme conversación que de pisar el acelerador. Estoy seguro de que alguna vez han multado a ese taxista por falta de velocidad. No obstante, y tras unos minutos en los que maldecí al taxista y a mi enfermiza timidez que me impedía exigirle que llegáramos al destino antes de que volviera a salir el sol, empecé a escuchar la perorata del buen señor. Ignoro cómo había llegado a ese punto ya que, como digo, me perdí el inicio de su discurso maldiciéndole mentalmente, pero lo cierto es que en ese momento el taxista me estaba hablando de Quevedo, y no del ex futbolista del Rayo Vallecano, sino del célebre escritor.

-Usted que parece una persona culta -me decía el hombre, aunque desconozco cómo había llegado a esa conclusión porque mis únicas palabras hasta entonces habían sido “Lléveme a a la calle Valencia con Meridiana, por favor”- sin duda conocerá la anécdota que protagonizó Quevedo al referirse sibilinamente a un defecto físico de la reina.
-¿Eso de llamar “coja” a la reina? -dije yo, recordando que en mis tiempos colegiales un profesor al que llamábamos “Sapo” disfrutaba enormemente explicando la misma anécdota cada quince días.
-En efecto -dijo el taxista-.
-“Entre este clavel y esta rosa...” -recité de memoria.
-“...su Majestad escoja” -terminó el profesional.

Reí cortésmente, ya algo más tranquilo pese a la desesperante velocidad (o a la falta de ella) a la que circulábamos, y aunque en mi fuero interno seguía inquieto por que la Nueva me esperaba en casa con un guiso que ya debía estar por su tercer recalentamiento.

-¡Ah, Quevedo! -exclamó el taxista.
-Sí, desde luego -dije yo, por decir algo, pues no tenía mucho que añadir sobre el tema.
-Mucho más asequible que Góngora -señaló él.
-Sin duda -asentí.

En esos instantes estaba yo buscando ya por el habitáculo del taxi la cámara oculta que, a buen seguro, me estaba grabando para alguno de esos programas televisivos tan tontainas y de tanto éxito. El taxista recitaba un largo y complicado poema, no sé si de Quevedo o de Góngora, mientras a su lado pasaban raudamente los coches y los autobuses dándole furibundamente al claxon en protesta por su fantástica lentitud. Incluso nos adelantó un veterano ciclista que nos miró con rostro iracundo.

-Qué prisa lleva hoy la gente, ¿verdad? -dijo el taxista, reduciendo la velocidad para girarse hacia mí.
-Sí, qué nervios -dije.
-Demasiado estrés -afirmó- Quevedo les habría dedicado a esos un buen epigrama.
-Como a la reina -suspiré.

En fin. Llegué a casa tras repasar con el taxista buena parte de la literatura del Siglo de Oro y mucho más tarde de lo que yo pretendía. La Nueva me esperaba en la puerta.

-¿Qué te ha pasado? -me dijo- Empezaba a preocuparme.
-La poesía es así, querida -le expliqué.

giovedì, novembre 23, 2006

La Nueva en Braunschweig

La Nueva y yo estuvimos unos días en Alemania, por motivos laborales. Es decir, que teníamos fiesta en el trabajo. Y la verdad es que me debo estar haciendo mayor, pero cada vez estoy más de acuerdo con esa frase del poeta inglés Philip Larkin que ya apunté hace unos meses en este blog: como a Larkin, a mí me encantaría visitar la China ahora mismo si esta tarde pudiera estar ya en casa. Me doy cuenta de que, últimamente, cada vez que viajo disfruto de dos grandes momentos; el primero, al inicio del viaje, cuando subo al tren o al coche, o cuando despega el avión, y siento esa excitante ilusión de que abandono el hogar y la rutina. El otro gran momento de placer es el retorno, cuando me acerco a Barcelona y pienso que en breve estaré en casa y podré olvidarme de las maletas que no desharé hasta un par de días después y podré sentarme en mi sofá o tumbarme, por fin, en mi cama. Sí, es verdad, me hago mayor.
Entre esos dos grandes momentos, un viaje es un cúmulo de pequeños grandes instantes que recordaré para siempre. Esos pequeños grandes instantes no suelen tener mucha relación con el lugar al que he visitado. Sé, por ejemplo, que de mi estancia en Berlín me olvidaré más o menos pronto de la visita que la Nueva y yo hicimos a lugares emblemáticos de la ciudad como los restos del Muro o el Check Point Charlie, que los alemanes han convertido en un pequeño Disneyworld. Son esos lugares que uno, embutido en su papel de turista, visita casi como por obligación, pero no siempre con un interés real.
Recordaré para siempre, sin embargo, que me quedé embobado viendo el Spree, porque a mí los ríos urbanos siempre me dejan embobado. Me ocurre cada vez que contemplo el Támesis o el Sena, lo cual es hasta cierto punto lógico, pero también viendo el Liffey, el Hudson o el Ebro. Mi río urbano preferido es el Corrib a su paso por Galway, al oeste de Irlanda, pero eso también tiene mucho que ver con la fascinación, no muy normal, que siento por esa pequeña ciudad. Una de las pocas cosas que no me gustan de mi ciudad, Barcelona, es que no tiene un gran río. No me importaría que el Ayuntamiento suprimiera el Paseo de Gracia y montara un buen río urbano.
Ríos aparte, sé que de este viaje a Alemania jamás olvidaré otro pequeño gran momento: en la agradable y bonita población de Braunschweig a la Nueva se le ocurrió entrar en una librería con la intención de buscar el equivalente al “Calendario Zaragozano” en alemán. Primero tuvo que explicarme a mí qué caray es un “Calendario Zaragozano”. Se trata, me explicó, de un libro que se publica anualmente desde hace décadas y que reúne los pronósticos meteorológicos día a día, además de otras informaciones útiles como un santoral completo, las fases de la luna, las ferias y mercados de toda España o la época precisa en que un buen agricultor zaragozano debe cultivar cada producto.

-Ah -dije yo- eso es como una “Auca del Pagès” catalana.
-Exacto -dijo ella- Es que yo soy más del “Calendario Zaragozano”.

Pues resulta que un familiar de la Nueva colecciona calendarios zaragozanos y versiones del mismo en otros idiomas. Y a la Nueva le pareció lo más normal del mundo entrar en una librería de Braunschweig y pedir un libro de ese tipo. No explicaré lo difícil que nos resultó preguntar, en nuestro limitado inglés e inexistente alemán, por un “Calendario Zaragozano”. Diré que nos enviaron sucesivamente a las secciones de astrología, agricultura y meteorología, pero no hallamos el ansiado ejemplar. Eso sí, nos reímos mucho viendo las expresiones de pasmo de los dependientes y de algunos clientes que contribuyeron a la búsqueda.
Para vivir momentos como aquel sé que, aunque me estoy haciendo mayor, volveré a viajar en cuando tenga ocasión. Y, además, me quedan aún muchos grandes ríos urbanos que ver.

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giovedì, novembre 16, 2006

Ne me quitte pas

Hay que ser muy cafre para no emocionarse con Jacques Brel y con esta canción. La Nueva se emociona incluso cuando se la canto yo, imagínense.

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mercoledì, novembre 15, 2006

Me gano la vida tocando el piano

Me gano la vida tocando el piano en una casa de citas, aunque a mi madre siempre le digo que soy periodista. A ella le habría extrañado que me dedicara a eso, porque sabe perfectamente que no sé tocar el piano. La madame también lo sospecha, pero le caí bien desde el principio y a ella lo que le interesa es que el piano esté en funcionamiento, porque de esta manera puede cobrar una pequeña subvención municipal en concepto de apoyo a la cultura o algo así.
¿Qué hago yo tocando el piano en una casa de citas? En realidad se debe a una equivocación, como casi todo en mi vida. Cuando yo buscaba trabajo, respondí a un anuncio de la Asociación de Vecinos del barrio, que requería un paleontólogo para clasificar una basta colección de fósiles que le había sido legada por uno de sus antiguos socios al fallecer. Tampoco soy paleontólogo titulado, lo admito, pero sí poseo algunos conocimientos de esta disciplina, y además en aquella época yo estaba bastante desesperado y necesitaba el dinero como fuera. La Asociación de Vecinos tiene su sede en un entresuelo de la calle Sibelius. Hizo la casualidad, o mi despiste congénito, que al llegar a la casa me equivocara yo de entresuelo y llamara a la puerta equivocada. Me extrañó la apariencia algo extravagante de la que entonces creí presidenta de la Asociación de Vecinos, que me abrió la puerta y que en realidad se trataba de la madame de la casa de citas que ocupa el entresuelo contiguo al de la Asociación, y que sin saberlo yo también buscaba en aquellos momentos los servicios de un profesional, pero no de un paleontólogo sino de un pianista.

-Buenas tardes -dije yo- Vengo por la oferta de trabajo.
-¡Ah! -dijo ella- Pensé que nadie respondería nunca al anuncio.

Tras unas breves presentaciones, que incluyeron unos besos en la mejilla que me parecieron excesivos tratándose ella, como yo aún creía, de una representante vecinal y yo un falso paleontólogo, me hizo sentar ante un piano de cola. Ya en esos momentos sospechaba yo que algo raro ocurría, no sólo por la provocativa vestimenta de la mujer, sino también por la decoración del piso, lleno de cristales, espejos y rojos cortinajes.

-¿Cuál es su especialidad? -me preguntó la mujer.
-Admito que no soy paleontólogo titulado -dije yo sentado ante el piano, desde mi punto de vista de forma muy absurda- pero tengo amplios conocimientos sobre el tema.
-Bueno, me refiero a la música -dijo la señora.
-Ah, en eso soy bastante ecléctico. Un poco de todo -respondí, cada vez más desorientado.
-Toque algo, por favor.

¿Tocar algo? Había acudido en las últimas semanas a innumerables citas en busca de trabajo y me habían exigido requisitos mucho más absurdos que pedirle a un paleontólogo que tocara el piano. Así que no iba a rendirme, el trabajo en la Asociación de Vecinos era bueno y bien pagado. Improvisé sobre la marcha.

-Tocaré algo de jazz -dije- Es lo que más me gusta.

Y por primera vez en mi vida simulé que tocaba el piano, rezando para que la presidenta vecinal creyera que mi descerebrada improvisación era jazz. Al acabar, la señora aplaudió.

-¡Muy bonito! -dijo- ¿Cómo se llama esta canción?
-Emmm... “Paraguas en llamas” -dije yo- Es de Chick Corea, un artista estadounidense.

Quedé contratado inmediatamente. Las condiciones que me ofreció la señora eran mucho mejores que las que aparecían en el anuncio de la Asociación de Vecinos que yo había leído en el periódico, pero por supuesto no protesté. Al acabar el breve papeleo típico en esos casos, la señora me dijo:

-Bueno, quizá le gustaría que te enseñara el género.
-Por supuesto -dije yo, ansioso por ver por fin la colección de fósiles que debía clasificar.

Y la señora me presentó a seis señoritas la mar de guapas y ligeras de ropa, pero no vi ningún fósil. Llevó ya seis años tocando el piano en esa casa. Soy muy feliz, el trabajo es fácil, toco todos los días mi jazz inventado con un estilo cada vez más personal, conozco a mucha gente y se entera uno de historias la mar de interesantes. La semana pasada, por ejemplo, supimos que el presidente de la Asociación de Vecinos, que tiene su local en la puerta contigua, había asesinado a su esposa. Al parecer, se la encontró en la cama con su amante, un paleontólogo que trabaja allí clasificando no sé qué colección de fósiles.

venerdì, novembre 10, 2006

¿Por qué los pandilleros negros disparan de forma horizontal?

¿Por qué los pandilleros negros disparan de forma horizontal? Es algo que me intriga últimamente, aunque sé que si espero respuestas debería explicarme mejor. A ver si lo consigo: En las películas norteamericanas de los últimos años aparece con frecuencia un personaje típico: el delincuente negro, miembros de una banda suburbial, que viste al estilo rapero o hip-hop o como se llame y que cuando habla mueve las manos y la cabeza como si fuera subnormal (no es una observación racista: los negros normales ni parecen ni son subnormales). Bien, pues este delincuente negro suele verse en líos con la policía (o con otras bandas) y no duda en usar las armas, pues posee siempre un arsenal de última generación. Pero, y a eso iba, cuando dispara, el pandillero negro lo hace de forma horizontal o, para ser más exactos, empuña sus pistolas (porque suele disparar con dos pistolas a la vez) no a la manera clásica, tipo James Cagney o Humphrey Bogart, vaya, como se ha disparado siempre, sino poniendo la culata horizontalmente. ¿Por qué? ¿Es más efectivo? ¿Es un estilo de tiro afroamericano?
Hace unos años me corroía las entrañas otra inquietud: saber si dos caballos podían chocar frontalmente entre sí, o de cualquier otra forma. Jamás tuve respuesta. Espero que esta vez alguien me dé una respuesta sobre el disparo horizontal de los modernos pandilleros negros.

mercoledì, novembre 08, 2006

Camellos en orden alfabético

Sé que tengo libros que nunca leeré. ¿Cómo llegó a mi poder un ejemplar del árido El asno de oro, del romano Apuleyo? Lo ignoro, pero sé que El asno de oro estará siempre conmigo porque me es imposible deshacerme de un libro, sin llegar de todos modos a la excentricidad que narra Alberto Manguel en Una historia de la lectura:

“En el siglo X, en Persia, el visir al-sahib ibn Abbad Abd al-Quasim Ismail, con el fin de no separarse de su colección de 117.000 volúmenes cuando viajaba, se los hacía transportar por una caravana de cuatrocientos camellos adiestrados para caminar en orden alfabético”.

También yo, como el visir Ismail, guardo mis libros en orden alfabético guiándome por el nombre de su autor. Desde Ackroyd hasta Zweig, mi biblioteca ha ido creciendo con los años. Quizá algún día compre, si lo hubiere, un libro del popular Acebes (aunque no prometo leerlo) para ampliar sus límites por la derecha (y nunca mejor dicho), pero no se me ocurre ningún escritor que me permita hacerlo por la izquierda, más allá de mi querido Zweig.
Ordenar los libros de forma alfabética también tiene sus problemas. Como, repito, yo no tiro nunca libros, conservo en mi poder, por ejemplo, La magia de un crack, una biografía del futbolista Romario. Pero si alguna vez se me ocurriera consultar esa obra debería perder muchos minutos buscándola en mi biblioteca, porque jamás recuerdo quién es su autor y que, a causa de su apellido, me obligué en su día a emparedar el libro entre los de Roberto Fontanarrosa y los de Stephen Fry. Quizá sería más inteligente simular que la biografía la escribió el propio Romario, y en ese caso los vecinos del falso literato brasileño serían el celestino Fernando de Rojas y el contratista Jean Jacques Rousseau, recuerdos ambos de mis años de estudiante y cuya presencia, como la de la biografía de Romario, no ha sido requerida en muchos años.

lunedì, novembre 06, 2006

Euromillones

La Nueva y yo llevamos meses estudiando de qué manera podríamos dejar de trabajar para poder dedicarnos a nuestras aficiones predilectas, disponiendo en el banco de una suma lo bastante elevada como para no tener que pensar más que en el peligro de robos y secuestros. Por el momento, lo único que se nos ha ocurrido es el recurso fácil: Primitivas y Euromillones. En este último juego, como es bien sabido, se ha acumulado un bote tan tremebundo que, en el caso de que el próximo viernes hubiera un único acertante (la Nueva y yo somos una unidad), se llevaría unos 25.000 millones de las popularmente llamadas antiguas pesetas.
En este caso, soñar no es gratis, pero casi: dos euros por cada apuesta. Y la Nueva y yo estamos tan convencidos de nuestro éxito que nos limitamos astutamente a hacer apuestas fallidas, para que el bote vaya aumentando. Cuando el premio llegue a unos 40.000 millones, haremos la apuesta correcta y por fin seremos ricos.
¿Qué haremos con tanto dinero, además de apuntarnos al paro? Mi plan es crear una Fundación, para la que ya tengo nombre: Fundación Umbrello Budesca (que, intuyo, despistaría mucho al fisco y a los secuestradores). Una fundacion desgrava mucho, y además de desgravar nuestra fortuna y captar donaciones de empresas y particulares que quisieran desgravar con nosotros, la Fundación Umbrello Budesca se dedicaría única y exclusivamente a mi beneficencia (y a la de la Nueva), donándonos periódicamente monstruosas sumas de dinero para nuestros gastos.
La Nueva, en cambio, es muy generosa y su idea básica es repartir el premio entre nuestras respectivas familias. Cuando me lo dijo reflexioné unos segundos y acabé preguntando:

-¿Familia? ¿Podrías concretar ese término?

Para la Nueva, la familia son padres, hermanos y algunos primos y tías. Eso me pareció bastante horripilante, porque tanto ella como yo procedemos de familias más que numerosas y, claro, 40.000 millones no dan para tanto.

-Si repartimos tanto -le dije- al final no podré comprarme mi Ferrari.
-¿Tú quieres un Ferrari? -preguntó ella.
-Pues sí. Es un sueño que tengo desde adolescente. Desde que daban “Magnum” por la tele.
-Ni hablar. No quiero que te compres un Ferrari.
-¿Por qué?
-Por que llama mucho la atención.

Estuvimos discutiendo un rato y no hubo manera de convencerla. Al final acabamos de morros, ella en el sofá simulando que leía una revista de deportes y yo tumbado en la cama haciendo ver que dormía. Por la noche vino a cenar a casa un amigo, que notó sagaz y rápidamente que algo no iba bien entre nosotros dos. Aprovechando que la Nueva se encontraba en la cocina, este amigo me preguntó:

-¿Os ocurre algo?
-Bueno, verás... La Nueva no permite que me compre un Ferrari.

En ese momento, al decir eso, por primera vez en mi vida me sentí rico.

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venerdì, novembre 03, 2006

Chimpancés

He leído que este cuadro de Jackson Pollock titulado “Number 5”, acaba de ser vendido por 109 millones de euros, lo que le convierte en el más caro de la historia del arte. Admito que es mono y que no me importaría tenerlo colgado en casa. Y los he visto muchos peores, los museos de arte moderno están llenos de bodrios mucho peores que éste (pienso en el simpar Tàpies). Y también admito que poco sé de arte, y menos de arte de vanguardia. Yo terminé COU y acabé sin ganas los estudios de Periodismo, y al menos en aquellos años esa carrera podía terminarla cualquier chimpancé. Incluso los chimpancés más dotados podrían haber impartido alguna de las asignaturas.
Mis reflexiones son propias de un chimpancé poco dotado y sólo así podrán entender que, pensando en el cuadro de Pollock, me viniera a la memoria que el miércoles pasado la Nueva y yo fuimos a votar. Nuestro colegio electoral está situado en una escuela de primaria y, para la ocasión, los niños habían decorado el lugar con dibujos y pinturas acerca de las elecciones, la democracia y todo eso. Mientras la Nueva y yo esperábamos turno para votar, contemplaba yo las obras pictóricas de los retoños del barrio y me acordé de una escena de la novela “El hipopótamo” de Stephen Fry, en la que el protagonista, como yo en ese momento, visita una exposición de arte infantil. Y, tras unos minutos de contemplación, exclama indignado:

-¿Llaman a esto pinturas? ¡Pero si cualquier artista moderno podría haberlas hecho!

En fin. Sé que todo esto que digo no son más que lugares comunes, y que si no entiendo el arte moderno (más allá de llamar “mono” a un cuadro de Jackson Pollock) es porque me faltan datos, cultura y sensibilidad. A mí que me den un Renoir, que soy un chimpancé poco dotado.
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giovedì, novembre 02, 2006

La Institución

A la doctora Alomar, la directora del manicomio, o de la Institución como decía ella, se le metió en la cabeza que un buen método para solucionar los problemas de la mía sería que, dado que a mí gustaba escribir, le presentara cada semana alguna historia que se me ocurriera. La verdad es que en aquella época no se me ocurría nada coherente, pero para que la doctora me dejara en paz le presenté un par de folios contándole lo de aquel día en que soñé con Gustav Mahler. La historia no tenía título y así decía:

“Mientras observaba aburrido desde el balcón de casa cómo un cojo empujaba a un anciano atontado bajo las ruedas de un autobús, se me apareció el fantasma de Mahler saliendo inopinadamente del armario donde guardo las camisas. En un primer momento me pareció que esas facciones me eran conocidas, pero dudaba de si el fantasma era Gustav Mahler o Harold Lloyd, que se parecen bastante. Como si deseara despejar cualquier duda, la aparición se presentó amablemente:

—Hola qué tal. Soy Gustav Mahler —dijo.

No lo dijo en mi idioma, claro. Establecer una comunicación fluida entre ambos fue mucho más complicado que eso, pues yo no hablo alemán, salvo para decir cuatro sandeces, los típicos hamster, kartoffen o bundesliga. Nuestra conversación fue babélica, un poco como la de los ciclistas, mezclando palabras inglesas, francesas, italianas y hasta alemanas, como cuando él me trató gentilmente de Herr.
A mí, la verdad, no es que Mahler me entusiasme especialmente. Es de esos músicos con los que te pasas todo el rato subiendo y bajando el volumen, porque no oyes nada o te revienta los tímpanos. Por eso y por muchas otras cosas que no vienen al caso me sorprendió que Gustav Mahler se me apareciera personalmente a mí, cuando hay tantas personas en el mundo que estarían mucho más felices que yo de recibirle. En cualquier caso, era la primera vez que alguien se me aparecía y menos aún saliendo del armario de las camisas, y me pareció un honor que mi primer fantasma fuese el del insigne Gustav Mahler.

—En fi, usted dirá —dije yo, tras haber pensado todo lo que acabo de explicar.
—Jawohl —dijo él. Afortunadamente, yo sabía que Jawohl significa más o menos , porque de niño tenía un tebeo de “Hazañas Bélicas” y en una viñeta se veía a Adolf Hitler dando un puñetazo sobre la mesa de planos militares y gritando con cara de psicópata: “¡Quiero Stalingrado!”, y entonces uno de sus secuaces decía servilmente “Jawohl, mein Fuhrer!” Siempre me extrañó que Hitler hablase en castellano y en cambio su oficial sólo supiera alemán. En fin, que Mahler dijo “Jawohl”, en un tono reflexivo, mucho más pausado que el de aquel soldado nazi que prometía la conquista de Stalingrado a Hitler, promesa que, como demostró la historia, era falsa.
Ignorante de cuanto acabo de explicar, sin embargo, Gustav Mahler dijo “Jawohl”, se quitó las gafas, tomó de un bolsillo un pañuelo que llevaba grabadas las letras “GM” (al principio pensé absurdamente que significaban “General Motors”, luego con más lógica deduje que “GM” debía ser “Gustav Mahler”) y empezó a limpiárselas lentamente. Yo aproveché para cerrar la puerta del balcón, porque la Guardia Urbana, los Bomberos y tres ambulancias habían llegado finalmente para rescatar al anciano atontado atrapado bajo las ruedas del autobús, y el ruido de las sirenas habría hecho imposible la conversación con el ilustre compositor austríaco.

—¿Dónde estoy, por favor? —dijo al fin Mahler, tras haber aseado a conciencia sus quevedos, que, pensé riéndome tontamente de mi propio chiste, quizá en alemán se llamaban goethes.
Bueno, en fin, que Mahler quería saber dónde estaba y a mí me pareció que “En mi casa” era una respuesta poco elegante, así que, recordando una larga serie de películas donde un individuo aterriza desorientado en una época que no es la suya, recité:

—En Barcelona, el 27 de septiembre del año 2003.

Mahler no dijo nada. Se le veía impresionado, pero no perdió la compostura. Ni se tiró de los pelos gritando “¿En el 2003? ¡Es imposible!”, ni se arrodilló histérico dando puñetazos al suelo como Charlton Heston en El planeta de los simios. Al contrario, supo mantener las formas, a pesar de su lógica sorpresa.

—¿Y? —dije yo tras unos segundos, consciente de que esa no era una gran pregunta para un momento tan histórico.
—No lo sé —respondió Mahler— No sé qué hago aquí.
—A mí me pasa a menudo —dije para consolarle.
—¿Sí?
—Sí.
—Es que no sé de dónde vengo y no sé a donde voy —se lamentó.
—Hombre, usted viene del armario de las camisas —apunté.

****

La historia que escribí para la doctora Alomar terminaba aquí. Inesperadamente, la doctora me felicitó. Según ella, mi escrito demostraba que el tratamiento farmacológico al que me sometía estaba dando resultados, que mi imaginación enfermiza se estaba liberando y que ya conseguía superar mis obsesiones. Cuando la doctora hablaba de mis obsesiones se refería a Abril. Añadió la doctora que si seguía con esta evolución pronto podría volver a la calle. A mí, la verdad es que esta historia de Mahler me pareció siempre una gilipollez. Y, además, la doctora Alomar nunca supo cómo seguía la narración, pero yo sí: Si hubiera tenido ganas, habría escrito otro diálogo imbécil entre Gustav Mahler y yo, luego Abril llegaría a casa, y tras un rato de conversación entre los tres, en un descuido mío Mahler y Abril se besarían apasionadamente y desaparecerían por el armario de las camisas, y entonces yo bajaría a la calle esperando al siguiente autobús para lanzarme bajo sus ruedas como si fuera un anciano atontado cualquiera. Pero eso la doctora nunca lo supo, porque lo que yo deseaba era salir de allí, de la Institución. Aunque no sabía para qué.

Capítulo no sé cuántos de “El día que me quieras”