A la doctora Alomar, la directora del manicomio, o de la Institución como decía ella, se le metió en la cabeza que un buen método para solucionar los problemas de la mía sería que, dado que a mí gustaba escribir, le presentara cada semana alguna historia que se me ocurriera. La verdad es que en aquella época no se me ocurría nada coherente, pero para que la doctora me dejara en paz le presenté un par de folios contándole lo de aquel día en que soñé con Gustav Mahler. La historia no tenía título y así decía:
“Mientras observaba aburrido desde el balcón de casa cómo un cojo empujaba a un anciano atontado bajo las ruedas de un autobús, se me apareció el fantasma de Mahler saliendo inopinadamente del armario donde guardo las camisas. En un primer momento me pareció que esas facciones me eran conocidas, pero dudaba de si el fantasma era Gustav Mahler o Harold Lloyd, que se parecen bastante. Como si deseara despejar cualquier duda, la aparición se presentó amablemente:
—Hola qué tal. Soy Gustav Mahler —dijo.
No lo dijo en mi idioma, claro. Establecer una comunicación fluida entre ambos fue mucho más complicado que eso, pues yo no hablo alemán, salvo para decir cuatro sandeces, los típicos
hamster,
kartoffen o
bundesliga. Nuestra conversación fue babélica, un poco como la de los ciclistas, mezclando palabras inglesas, francesas, italianas y hasta alemanas, como cuando él me trató gentilmente de
Herr.
A mí, la verdad, no es que Mahler me entusiasme especialmente. Es de esos músicos con los que te pasas todo el rato subiendo y bajando el volumen, porque no oyes nada o te revienta los tímpanos. Por eso y por muchas otras cosas que no vienen al caso me sorprendió que Gustav Mahler se me apareciera personalmente a mí, cuando hay tantas personas en el mundo que estarían mucho más felices que yo de recibirle. En cualquier caso, era la primera vez que alguien se me aparecía y menos aún saliendo del armario de las camisas, y me pareció un honor que mi primer fantasma fuese el del insigne Gustav Mahler.
—En fi, usted dirá —dije yo, tras haber pensado todo lo que acabo de explicar.
—Jawohl —dijo él. Afortunadamente, yo sabía que
Jawohl significa más o menos
Sí, porque de niño tenía un tebeo de “Hazañas Bélicas” y en una viñeta se veía a Adolf Hitler dando un puñetazo sobre la mesa de planos militares y gritando con cara de psicópata: “¡Quiero Stalingrado!”, y entonces uno de sus secuaces decía servilmente “Jawohl, mein Fuhrer!” Siempre me extrañó que Hitler hablase en castellano y en cambio su oficial sólo supiera alemán. En fin, que Mahler dijo “Jawohl”, en un tono reflexivo, mucho más pausado que el de aquel soldado nazi que prometía la conquista de Stalingrado a Hitler, promesa que, como demostró la historia, era falsa.
Ignorante de cuanto acabo de explicar, sin embargo, Gustav Mahler dijo “Jawohl”, se quitó las gafas, tomó de un bolsillo un pañuelo que llevaba grabadas las letras “GM” (al principio pensé absurdamente que significaban “General Motors”, luego con más lógica deduje que “GM” debía ser “Gustav Mahler”) y empezó a limpiárselas lentamente. Yo aproveché para cerrar la puerta del balcón, porque la Guardia Urbana, los Bomberos y tres ambulancias habían llegado finalmente para rescatar al anciano atontado atrapado bajo las ruedas del autobús, y el ruido de las sirenas habría hecho imposible la conversación con el ilustre compositor austríaco.
—¿Dónde estoy, por favor? —dijo al fin Mahler, tras haber aseado a conciencia sus quevedos, que, pensé riéndome tontamente de mi propio chiste, quizá en alemán se llamaban
goethes.
Bueno, en fin, que Mahler quería saber dónde estaba y a mí me pareció que “En mi casa” era una respuesta poco elegante, así que, recordando una larga serie de películas donde un individuo aterriza desorientado en una época que no es la suya, recité:
—En Barcelona, el 27 de septiembre del año 2003.
Mahler no dijo nada. Se le veía impresionado, pero no perdió la compostura. Ni se tiró de los pelos gritando “¿En el 2003? ¡Es imposible!”, ni se arrodilló histérico dando puñetazos al suelo como Charlton Heston en
El planeta de los simios. Al contrario, supo mantener las formas, a pesar de su lógica sorpresa.
—¿Y? —dije yo tras unos segundos, consciente de que esa no era una gran pregunta para un momento tan histórico.
—No lo sé —respondió Mahler— No sé qué hago aquí.
—A mí me pasa a menudo —dije para consolarle.
—¿Sí?
—Sí.
—Es que no sé de dónde vengo y no sé a donde voy —se lamentó.
—Hombre, usted viene del armario de las camisas —apunté.
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La historia que escribí para la doctora Alomar terminaba aquí. Inesperadamente, la doctora me felicitó. Según ella, mi escrito demostraba que el tratamiento farmacológico al que me sometía estaba dando resultados, que mi imaginación enfermiza se estaba liberando y que ya conseguía superar mis obsesiones. Cuando la doctora hablaba de mis obsesiones se refería a Abril. Añadió la doctora que si seguía con esta evolución pronto podría volver a la calle. A mí, la verdad es que esta historia de Mahler me pareció siempre una gilipollez. Y, además, la doctora Alomar nunca supo cómo seguía la narración, pero yo sí: Si hubiera tenido ganas, habría escrito otro diálogo imbécil entre Gustav Mahler y yo, luego Abril llegaría a casa, y tras un rato de conversación entre los tres, en un descuido mío Mahler y Abril se besarían apasionadamente y desaparecerían por el armario de las camisas, y entonces yo bajaría a la calle esperando al siguiente autobús para lanzarme bajo sus ruedas como si fuera un anciano atontado cualquiera. Pero eso la doctora nunca lo supo, porque lo que yo deseaba era salir de allí, de la Institución. Aunque no sabía para qué.
Capítulo no sé cuántos de “El día que me quieras”